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Paul Thomas Anderson y el amor puro

En «Licorice Pizza», el director de «El hilo invisible» recluta a una de las Haim y al hijo de Philip Seymour Hoffman en un retrato nostálgico de su California adolescente
UNIVERSAL
La Razón
  • Matías G. Rebolledo

    Matías G. Rebolledo

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No hay un solo plano en su filmografía en el que uno no reconozca a un genio. Desde que debutó, allá por 1996 con «Hard Eight, Sidney», la carrera de Paul Thomas Anderson se ha convertido en una lucha continua contra sí mismo y el propio valor de la excelencia cinematográfica. Responsable luego de «Boogie Nights», «Magnolia» y «Embriagado de amor», el director californiano, hijo aventajado del videoclub –y de un padre que se dedicó toda la vida a la televisión de un modo u otro– superó el estatus de niño maravilla en 2007, cuando de la mano de un titánico Daniel Day-Lewis levantó la portentosa «Pozos de ambición».
Obra maestra de cualquier otro realizador, aquella epopeya sobre el oro negro solo inauguraría un nuevo capítulo de su cine, más crudo y adulto, al que sumaría «The Master» (2012) y la, por momentos irregular, «Puro vicio» (2014). En 2017, con cada vez más espacio entre sus películas, Anderson firmaría, ahora sí, su opus magna: «El hilo invisible». De nuevo junto a Day-Lewis, en el último papel de su carrera, y volviendo metafísico su cine una vez más. Su versión del amor tóxico, a veces lírico y a veces literal, era el resultado de un estudio a conciencia de las relaciones románticas y una destrucción vívida de la figura del genio amargo, ese que tiende al caos y la oscuridad fuera de los cánones de su creación.
Por ello mismo sorprende, casi un lustro después, que P.T.A. vuelva con un filme tan luminoso, y pueril –en su mejor acepción– como la nueva «Licorice Pizza», que se estrena hoy tras un paso ciertamente accidentado por la taquilla estadounidense que ha sumado a Anderson a la crisis de autores que inició Spielberg («West Side Story») y siguió Del Toro («El callejón de las almas perdidas»).
Hijos del Valle de San Fernando
En su regreso a la gran pantalla, el maestro que vino del Valle de San Fernando ha querido contraponer la turbia visión del amor de su anterior filme a una más pura, menos venenosa y definitivamente más sana. «Licorice Pizza» es casi una comedia romántica, inteligentemente ambientada en la California adolescente del director, para la que ha querido reclutar a dos intérpretes que, podríamos decir, son hijos de su propia filmografía: la protagonista femenina es Alana Haim, líder junto a su hermana Danielle del grupo que lleva su apellido y que ha revitalizado la escena del mismo Valle del que es oriundo el director gracias al indie rock; su contraparte masculina, de menor edad, es Cooper Hoffman, hijo del desaparecido Philip Seymour Hoffman junto al que su padre rodó «The Master», entre otras.
La inédita pareja, arropada por un elenco estelar pero casi anecdótico por el que nos encontramos a Sean Penn, Bradley Cooper y hasta a Maya Rudolph –en la primera colaboración explícita del director con la que es su esposa desde hace más de dos décadas–, hará las veces de títere en una sesuda reflexión pop sobre lo adolescente y su florecimiento. «Es una historia que no escribí desde el conflicto. Simplemente ocurre. Y me gusta mucho cómo se refleja eso en pantalla. Trata sobre dos personas que se enamoran. Tan sencillo como eso», explicaba hace unos meses el director a «Variety», simplificando un tanto el contexto de una película que nos traslada hasta 1973, año de cambios profundos en una sociedad americana que todavía no se ha despertado de su sueño y bebe los vientos por Barbra Streisand.
«Soy un autor en el sentido estricto de la palabra, no en el del capullo maníatico y controlador», bromeaba en la entrevista Anderson. Así, Alana (Haim) y Gary (Hoffman) no solo vivirán en eterno verano púber del amor, al más puro estilo de «Movida del 76» o «Todos queremos algo» –irrenunciable, la influencia de Richard Linklater en este filme–, sino que además descubrirán juntos el desasosiego propio de su tiempo y de su edad mientras intentan que la vida, y el Valle de San Fernando, no les arrolle y les pase por encima. En “Licorice Pizza”, la vulnerabilidad de la butaca se ve expandida por culpa de la memoria “teen” de Linklater, la suciedad de los guiones Jo Heims y hasta el bigote de Zappa. Los ecos gerontófilos, quizá a la “Harold y Maude” pero sin extremismos resuena en una estética diferente, pero esencialista respecto a títulos como “La Vallée”. Su poderío apabullante como “hang-out movie” es puro nervio autoral en su concepción más ácrata.