“West Side Story”: Steven Spielberg se atreve con las sagradas partituras
La nueva adaptación del mítico musical se estrena en nuestro país después de naufragar en la taquilla americana con la promesa de modernizar el clásico de Sondheim y Bernstein
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Aunque la trascendencia cruce cualquier análisis ontológico y metafísico, nadie acudiría raudo a comisaria si escribiéramos que, en cuanto a lenguajes universales, vivimos al amparo de tan solo dos: la emoción y la imagen. Entre el corazón y la razón nos hemos dado una sociedad tendente a la reforma, arisca con los mitos y pendenciera en su derrumbe. Allá donde se cruzan el hecho y el sentimiento, no hay una expresión artística más viva que el cine, capaz de hacerse todavía en nuestra era eco de los debates más coyunturales y, sin embargo, estar lo suficientemente arraigada en la cultura popular como para tener una conexión histórica relevante, mítica. El cine, allá donde la pintura se ha vuelto inaccesible y la música ultra-elitista o ultra-banal, sigue siendo transversal.
Por eso, cuando un apóstol del séptimo arte de nombre Steven Spielberg decide dejarlo de todo y dedicar dos años enteros de su vida a una nueva adaptación del musical «West Side Story», no es solo una cuestión de corazón, razón o lo que queda en medio, sino que la propia concepción de la historia del cine se abre a un nuevo evangelio. Después de estrenarse en Estados Unidos con más pena que gloria (¡Ay, el hombre araña que todo lo puede!), la historia de Tony y María, los Capuleti y Montecchi de la época dorada de Broadway, vuelve a la gran pantalla dispuesta a cambiarlo todo, para que todo siga igual. Con Bernstein y Sondheim, los clérigos de las sagradas partituras ya canonizados, y con la bendición en vida del segundo, el Rey Midas de Hollywood se lanza a renovar el clásico con mucho más español en los diálogos, menos betún marrón sobre los actores y algo más de política, creando un personaje trans pero dándole un rostro quizá más amable a la Policía de Nueva York.
De raza y racismo
Para empezar a escribir las páginas de la última Contrarreforma, Spielberg quiso no solo maquillar argumentalmente la historia, de sobra conocida, sino adornarla también con los elementos que el contexto del musical primigenio no permitía: es decir, raza y racismo, clase y clasismo. Para ello, y también para pasar página desde el esfuerzo original de una Natalie Wood que ni cantaba ni lucía su tono de piel original, el director de «Jurassic Park» y «La lista de Schindler» organizó un cásting millonario. Literalmente. De entre el millón de voces que escuchó, la más celestial para su nueva María le pareció la de la joven Rachel Zegler, hasta ese entonces «solo» una artista de teatro musical amateur y una YouTuber sin demasiado éxito cuyas versiones, con suerte, superaban las 15.000 visitas: «Si hablara con la de ese entonces me preguntaría: ‘’¿Cuándo decidimos que nos gustaría hacer películas?’’ Y yo le diría: “¿Estás tonta? Acepta la oportunidad”. Es una auténtica locura», explica en entrevista con LA RAZÓN.
Y sigue, sobre la nueva narrativa hispana del filme, para el que Spielberg se ha negado a que aparezcan subtítulos de las partes en español de su versión original (en España se ha decidido, por alguna razón, doblar a los personajes que hablan español): «Por primera vez, el punto de vista de los Sharks es igual de importante en la película. Por supuesto, en el musical original había mucho énfasis en los personajes blancos, porque blancos eran también los responsables. Y eso no resta un ápice de mérito de integración de los creadores, porque eran otros tiempos. Ahora tenemos muchos más recursos y más acercamientos a la historia, para entender cómo era de verdad, realmente, la Manhattan medio podrida y a medio construir de 1957. Y la relación entre todos los tipos de personas y la policía, todos los tipos de personas y el Gobierno. No solo un lado de la historia. De hecho, hay conversaciones de las experiencias propias del reparto que han acabado entrando en el guion. Historias familiares, por ejemplo. Ha sido maravilloso ver al equipo trabajar en esa documentación», añade.
Así se entiende, y no es casualidad, que el génesis de Spielberg en la película sean las obras «gentrificadoras» del Lincoln Center de Nueva York, literalmente el epicentro actual de la cultura progresista y valedora de las artes -siempre que sean un poco pijas- en la Gran Manzana. No se trata de blancos contra marrones, sino de ricos, de uno u otro signo político, echando de sus casas a los pobres: «Hay una escena, hacia el final de la película, en la que abro el plano y realmente podemos ver cómo Jets y Sharks están peleando por un montón de basura, que es lo que la ciudad ha reservado para ellos. Un montón gigante de escombros y basura», explicó Spielberg a los medios internacionales. Y añadió, irónico: «Es la primera vez que me divierto realmente dirigiendo desde, quizá, “E.T.” De hecho, rodamos la escena de “America” en uno de los días más calurosos de la historia de Nueva York y aun así me animé a bailar y a cantar con el elenco. Por suerte, me reservé la potestad para destruir ese metraje», confesó.
Quitándole un poco de inmensidad sacra a su filme, porque sabe que es una herencia incómoda de Fox que Disney no tratará todo lo bien que pueda, Spielberg sale airoso del duelo con la adaptación al cine de 1961, firmando una película con más ritmo, pasión y verdad, y empata con el musical original, al recoger inquietudes del hoy sin renunciar a la universalidad «shakespeariana» ni a la espectacularidad que exige el presupuesto. Los movimientos robóticos de Ansel Elgort, el nuevo Tony ya “cancelado” por acusaciones de “grooming”, ni molestan para cuando las impresionantes coreografías se disponen a apabullar al espectador y a convertirle, de una vez por todas, a la religión del sentimiento cantado. No es tanto que Spielberg quiera homenajear, porque el referente es universal y no necesita reivindicación; ni tampoco que pretenda “matar al padre”, porque el mensaje político es blando y quien se ofenda por la presencia de un personaje trans debería hacérselo mirar; es que, en su maestría, el director sabe trascender el material original y construir una película que respira épica en todo su generoso metraje y en la que el único respiro que se le permite al espectador, ya hacia el trágico y consabido final, es el del alivio del amor que por imposible, se vuelve eterno.