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¿Cómo han cambiado las redes y la televisión el discurso político?

La exposición mediática ha transformado la manera que tienen los políticos de dirigirse a la población. En un momento tan crucial para imponer el relato, un libro examina los mejores discursos de la historia. Una manera de acceder a las intenciones y el propósito que había detrás
Winston Churchill, durante uno de sus discursos con la figura de Lincoln detrás
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La Razón

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Escribir buenos discursos es un arte, tanto como declamarlos. No es fácil encontrar la expresión feliz de una idea dentro de una estructura musical que consiga el efecto deseado, que hoy es lograr un titular de prensa. Esta es la principal regla, porque los únicos discursos que se recuerdan o mencionan son aquellos en que una frase brillante maridó el político y con el momento, y sacó un titular.
Un «speechwriter», como suelen denominarse en inglés, ha sido siempre un trabajador en la oscuridad, un apuntador o un guionista en la sombra, una persona culta que atesora las palabras y las suelta en un papel con tanto mimo como miedo. El escritor de discursos lee sin parar, escucha tertulias y anuncios sin tomarse un respiro, y toma nota de lo que han dicho otros. Escribe en voz alta cuando nadie escucha imaginando a su cliente, a su político, frente al público. El ritmo y la pausas, el calculado cansancio de los oyentes, el inicio y el final potentes, y el espacio para la frase estrella, el eslogan, el zasca o la estocada del día son notas que siempre se tienen en cuenta en esta partitura. El artista escribe para su cliente escuchando peticiones como si fuera un pianista de café teatro, o de burdel, porque a veces el auditorio está a otra cosa y de lo que se trata, siempre, es en acaparar la atención de la gente.
No siempre ha sido así. Hubo un tiempo en el que los políticos escribían sus propios discursos y estudiaban oratoria. En el siglo XIX español descollaron en esta clase de tareas personalidades reconocidas, como Donoso Cortés, Ríos Rosas, Emilio Castelar y Cánovas del Castillo. Hablamos de intelectuales que dieron el paso a la política, y que pasaban días preparando un discurso en solitario, declamando, memorizando y reescribiendo.
Una crisis
Actualmente la comunicación política es otra cosa bastante diferente como efecto de la televisión y las redes sociales. Importa tanto el color de la corbata como cuántos botones de la camisa van desabrochados, la colocación de las manos, la ausencia de sudoración, o el uso del boli y las palabras que se pronuncian en cada una de las intervenciones o momentos públicos. El discurso pasa por mil manos, incluidas las del político, que retoca a su gusto para que quede claro quién manda. Lo hizo, por ejemplo, Fernando VII, que provocó una crisis al introducir unas palabras duras en el discurso que tenía que leer en las Cortes anunciando el programa del Gobierno liberal.
Esta realidad nos coloca en una situación complicada a la hora de compilar discursos. John Fitzgerald Kennedy no es el único autor de la célebre frase: «No preguntes qué puede hacer tu país por ti, sino qué puedes hacer tú por tu país». Richard N. Goodwin, Arthur M. Schlesinger, Jr., Ted Sorensen y John E. Pickering, entre otros, escribieron para JFK, un presidente que dejó algunas de las frases más simbólicas de ese periodo durante su presidencia. Lo mismo podríamos decir de Barack Obama, por ejemplo, que contó a su favor con Jon Favreau, Cody Keenan, Sarah Hurwitz, David Litt, Jon Lovett y Aneesh Raman, grandes escritores todos de ellos y con una enorme capacidad para esta clase de trabajos. El acierto del político es elegir buenos autores, dirigir bien el tono de los discursos, y declamar con eficacia.
Un buen discurso hoy es el resultado del trabajo de un equipo, en el que cada uno tiene su papel. Tan importante es el orador como el que escribe. De hecho, se ha convertido en una profesión para la que se estudia cada detalle. Un buen ejemplo es el libro de Javier Alonso López titulado «Discursos históricos. Del sermón de la montaña a Mandela». Un volumen que recoge algunas de las alocuciones más famosas que han macado la historia, como el «Discurso de Gettysburg», pronunciado por Lincoln, o el famoso «Sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor», de Winston Churchill, que pertenece a esa clase de políticos que sí escribían lo que leían.
Cada alocución tiene su contexto y momento, sus técnicas y objetivos, de manera que no resulta un texto tan brillante cuando se lee que cuando se escucha. Javier Alonso, con tino, recoge la idea fundamental que el autor (o autores) del discurso quisieron transmitir. Pericles habló de democracia; Martin Luther King, de igualdad; Mandela, de reconciliación; Hitler, de futuro, y Dolores Ibárruri, la Pasionaria, de resistencia, aunque la frase de «¡No pasarán!», en realidad no resultara tan original y fuera copiada de Petain en el Verdún de la Gran Guerra o del general Nivelle. Entre los recogidos es de gran interés el discurso que William Shakespeare inventó para Marco Antonio en su obra «Julio César», y que Javier Alonso López apunta en su libro. La pieza de Shakespeare, recordada en infinitud de circunstancias, es un retrato de las ambiciones políticas que se camuflan detrás de las grandes palabras y propósitos deslumbrantes. César solo quiere el poder absoluto, ser un tirano, mientras que Casio Longino teme perder el que tiene, y Marco Antonio y Bruto compiten por la herencia política del primero. Es el retrato de la miseria y la realidad humanas.
La clave es ganarse al pueblo. Ya decía Lincoln que todo se puede hacer cuando se consigue el favor del pueblo. La oratoria se convierte así en un arma política imprescindible. Bruto fracasó a la hora de explicar al populacho la razón del tiranicidio: preservar la libertad. Esto demuestra que los discursos exitosos no son los que llaman a la inteligencia y a la razón del público, sino a las emociones. Esto hizo Marco Antonio, apelar a lo más básico comenzando con un «¡Amigos, romanos, compatriotas!». El ayudante de César esperaba una respuesta airada del gentío contra los asesinos, por eso dijo «No sois maderas, ni piedras, sino hombres y, siendo hombres, escuchar el testamento de César os encendería, os enloquecería». Buscó empatizar con el auditorio, y dijo que él no era como los patricios, sino un «hombre franco, sencillo» para decir «lo que todos sabéis». Se erigió en portavoz inconsciente de sus compatriotas, recordó el legado de César a los romanos, y terminó apelando a un futuro negro para que valorasen lo que habían perdido: «¿Cuándo tendréis otro como él?».
La técnica de Hitler
Esa mención al futuro está también en el discurso de Adolf Hitler, un orador de talento que preparaba cada palabra y gesto. Javier Alonso López recoge en su libro el discurso que pronunció en la famosa reunión del partido nazi en Nuremberg en 1934, ante más de 700.000 militantes. Hitler pidió a Leni Riefenstahl, una directora de cine brillante que admiraba al dictador, que filmara el acto. Goebbels, el ministro de propaganda, se opuso, pero no tuvo suerte.
Hitler cerró el congreso del partido con un discurso de apenas diez minutos, nada que ver con las horas y horas que empleaba a menudo Fidel Castro. En su alocución habló de la lucha que había que emprender para conquistar el futuro del Reich, encarnando en su persona el pasado y el porvenir, el espíritu y el pensamiento de un pueblo. Para soslayar la derrota de la Gran Guerra, Hitler mencionó a los jóvenes y a su nueva oportunidad de dejar a Alemania en su lugar, de rectificar el pasado y de hacer justicia. Sus palabras fueron acompañadas de gestos histriónicos, muy ensayados con anterioridad, para envolver al espectador en la fuerza del mensaje y convencerlos. Ante tal despliegue al oyente solo le quedaban dos opciones: participar en la resurrección de la Alemania del dictador o ser un traidor a su patria.
Este discurso, como tantos otros en la historia, muestran que las palabras no crean solo realidades, sino que las interpretan generando pasiones y comportamientos. Algunas invitan a defender la libertad, otras a ejercer la dictadura. Hay quien alimenta esperanzas con promesas y sueños, y, también, quien genera identidades colectivas y moviliza. Esas palabras, por tanto, pueden ser armas de destrucción o de construcción masiva. Todo depende de las ganas de escuchar.
“VÁYASE, SEÑOR GONZÁLEZ”
En la vida política española desde 1975 también contamos con buenos discursos que no están incluidos en el libro, pero que bien merecen un estudio. Entre ellos el que pronunció Adolfo Suárez el 13 de junio de 1977, conocido como «Puedo prometer y prometo». También el de Felipe González en la moción de censura de 1980, o el de José María Aznar cuando pronunció el conocido «Váyase, señor González» en marzo de 1993. En ese mismo sentido histórico son estudiables los que pronunciaron el rey Juan Carlos ante el golpe del 23-F, y el de Felipe VI el 3 de octubre de 2017 frente al golpismo nacionalista. Grandes palabras en momentos decisivos.