Sección patrocinada por sección patrocinada

El silencio de un inmortal

El escribidor que amaba a las mujeres

Casi tanto o más que la vida imaginada de sus novelas, el universo sentimental del escritor tuvo un recorrido significativamente intenso y peculiar

Mario y Patricia
Mario y PatriciaArchivo

Mario Vargas Llosa fue un gigante de la literatura, uno de esos escritores totales ya en vías de extinción, pero también fue un hombre que jamás se embridó ante una mujer deseada. Decir que era un pichabrava o que hizo suyo el verso de Quevedo «cuantas mujeres hay, son mi tarea» sería, quizá, incurrir en la hipérbole, pero sí fue un hombre que amó intensamente a mujeres varias y fue amado de igual modo por ellas. De las secretas, porque en toda biografía hay aves de paso cuyos nombres no llegan nunca al papel, nada podemos decir, aunque es sabido que las hubo, amantes, a lo largo de sus dos únicos y largos matrimonios.

Lo reveló, de hecho, su segunda mujer, Patricia Llosa Urquidi, su relación más vasta –cuatro años de amancebamiento, 50 de casados y un epílogo, dicen, de complicidad– y fecunda –tres hijos–, y a la cual dejó por Isabel Preysler a una edad, 79 años, a la que al común de los mortales le da por dedicarse a placeres alejados de la carne. Algo tendría la filipina, desde luego, para sacar al guerrero de su plácido reposo y ponerle otra vez, tieso como una lanza, en el campo de batalla. Patricia y Mario eran primos de sangre, y él abandonó por ella a su primera mujer, la escritora boliviana Julia Urquidi Illanes, tía política de Mario y tía carnal de Patricia. Esa peculiaridad, el que las dos únicas mujeres con las que se casó fueran tía y prima suyas, dotaron al hombre de una dosis extrema de literatura y al mismo tiempo fue un flanco («¡incesto!») por el que le atacaron distintos enemigos. Sobre todo cuando entró en las cenagosas aguas de la política, donde el juego limpio cotiza a la baja.

Lo que es inobjetable es que, más allá de su talento, el escritor supo sacarle el máximo partido a su potente físico y que este no fue una baza menor en el surtido catálogo de sus atractivos. Cuando vemos ahora fotos de él junto a su íntimo enemigo Gabriel García Márquez, a quien el fallecimiento de Vargas Llosa ha vuelto a convertir en noticia, el colombiano parece su asistente o su chófer: Gabo no era un hombre apuesto –bajito, corriente, de aspecto bonachón, aunque en las distancias cortas tenía fama de ser un trueno–, mientras que el peruano gastaba percha de galán de cine: alto, pelazo y dentadura de vendedor de Cadillacs. Y el esmoquin le sentaba como a muy pocos escritores, que con él puesto suelen parecer camareros. También es verdad que a García Márquez la literatura se le caía de los bolsillos y supo darle enjundia y fuste a toda la fantasía loquísima que llevaba dentro, mientras que Vargas Llosa, aunque poseedor de un talento incontestable, le debió más a su voluntad, esfuerzo y dedicación que al fuego del genio (el colombiano era más artista, en fin, algo reconocido por el propio Vargas Llosa, que respondía más a la figura del intelectual).

Lo que Mario no dijo

Pero aquí hemos venido a hablar de sus mujeres, y tres, las tres ya citadas, la tía, la prima y el amor crepuscular, Isabel Preysler, fueron las más importantes de su vida. La primera, Julia Urquidi, diez años mayor que él, con la que se casó en 1955 con el consiguiente tsunami familiar por causa del parentesco que los unía y de la que se separó en 1964, quedó retratada en la novela «La tía Julia y el escribidor» (1977). Ella le contestó cinco años más tarde con el libro de memorias «Lo que el Varguitas no dijo». En una entrevista con el diario boliviano «El Deber» en 2003, siete años antes de su muerte, Urquidi declaró lo siguiente a propósito de su famosísimo exmarido: «Yo lo hice a él. El talento era de Mario, pero el sacrificio fue mío. Me costó mucho. Sin mi ayuda no hubiera sido escritor. El copiar sus borradores, el obligarlo a que se sentara a escribir. Bueno, fue algo mutuo, creo que los dos nos necesitábamos».

En cuanto a la segunda, Patricia Llosa, la mujer a la que el escritor, nueve años mayor que ella, más tiempo estuvo unido –entre 1965 y 2015, además de sus tres últimos años de vida–, hay rastros de su persona en muchas de las obras de él, y fue a ella a quien le dedicó con un explícito «a Patricia», toda una declaración de intenciones, su última novela, «Le dedico mi silencio» (2023), en cuyo título planea la sombra de Isabel Preysler. Con la filipina convivió siete años (2015-2022) y se separó, cuentan las crónicas chismosas, por los «celos infundados de él». Ahí quedan un cerro de fotos de ellos dos juntos, portadas del «¡Hola!» incluidas, y también alguna aparición marciana –con los escritores Antonio Muñoz Molina y Elvira Lindo en la gala de los Goya 2016–, pero ni rastro de la Preysler en los libros. De la tía Julia, pues, a la innombrable, con un «A Patricia» como significativo colofón sentimental. Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura 2010, deja unas cuantas obras maestras de la novela universal, pero no fue menos apasionado en su vida, no.