Nacida en Roma el 19 de noviembre de 1902,
la princesa Mafalda de Saboya, hija del rey
Víctor Manuel III de Italia, falleció en el campo de exterminio nazi de Buchenwald el 28 de agosto de 1944 antes de cumplir los cuarenta y dos años. La mañana del 24 de agosto de 1944, los escuadrones de reconocimiento de la Aviación aliada lanzaron centenares de manifiestos sobre
Buchenwald, anunciando el inminente bombardeo de las industrias bélicas Gustloff y pidiendo que se alejara a los prisioneros de la zona limítrofe del lager. Pero los alemanes hicieron caso omiso y el lugar adyacente a las industrias permaneció ocupado por prisioneros cuando empezaron a caer las bombas lanzadas por cinco escuadrones, integrados cada uno por una docena de aviones.
La trinchera situada delante del barracón donde se agazapaba Mafalda y que hacía de muro de contención para detener las esquirlas
quedó sepultada bajo los cascotes. El bombardeo destruyó los hospitales de Weimar y Buchenwald.
Sólo quedaba en pie la enfermería repleta de heridos. Mafalda dio así con sus huesos en el llamado Sonderbau, una especie de prostíbulo donde se congregaba una docena de jóvenes de diversas nacionalidades. El barracón era pequeño, pero confortable: estufas, baños, camas mullidas...
Mafalda murió desangrada, de-satendida por los médicos tras una intervención quirúrgica practicada mal y tarde, y sin el menor consuelo de su familia. Apenas un mes después, la difunta y su esposo Filippo habrían celebrado su decimonoveno aniversario de matrimonio. Pero ni su marido ni sus hijos pudieron estar presentes tampoco cuando su cadáver fue exhumado, ya que eran
los años de la Guerra Fría y los soviéticos habían permitido el acceso al cementerio de Weimar sólo a la misión italiana para recuperar los cuerpos de los caídos durante la gran conflagración. El testimonio de la prostituta Irmgard Düsedau, obsequiada por Mafalda con su propia camiseta antes de morir, es de los que dejan una huella indeleble: «La princesa –consignó ella por escrito–
mantuvo un ánimo maravilloso hasta el último momento, dispuesta a sonreír siempre pese a la gravedad de su estado. La víspera de su muerte pidió que la dejaran escribir a su familia, así como el auxilio de un sacerdote, pero ninguna de las dos solicitudes fue aceptada».
El sacerdote se llamaba Richard Steinhof y pertenecía a la Orden de los Frailes Menores. Había conocido a la princesa durante los trabajos de construcción de la trinchera donde ella quedaría atrapada tras el bombardeo. La Providencia quiso que este fraile confesase y diese la Comunión finalmente a Mafalda sin que la policía nazi se enterase de ello. La mañana del 29 de agosto, el padre Tyl, de la Orden de los Canónigos Premostratenses, bendijo como cada día los cadáveres alineados a la entrada del horno crematorio del lager. Los cuerpos yacían desnudos y entre ellos reconoció el de la princesa Mafalda, porque le faltaba un brazo y tenía la mejilla y los cabellos chamuscados. Preguntó a los porteadores si conocían a esa mujer y le respondieron que se trataba de la «princesa italiana».
Entonces el padre Tyl se acercó al director del horno crematorio para preguntarle qué iban a hacer con los restos mortales de la princesa. El director se asombró por el descubrimiento y no supo qué responder. El padre Tyl se apresuró a informarle de que él mismo había preparado una tumba para algunos militares de la SS en el Südfriedhof (el cementerio situado al sur) de Weimar, que tenía a su disposición un féretro y que el carro para transportar los despojos mortales estaba a punto de partir.
El comandante dio su permiso y el padre Tyl echó mano enseguida del ataúd para introducir en él los restos de la princesa y escoltarla en persona a bordo del carro hasta el cementerio de Weimar. Una vez allí asistió al entierro y memorizó la topografía del lugar y los datos que identificaban la tumba: un tablón de madera con el número 262 y las palabras grabadas en alemán «Eine unbekannte Frau» (Mujer desconocida). En abril de 1945, cuando Buchenwald fue liberado por los aliados, el doctor Fausto Pecorari viajó a Weimar, capital de Turingia, y cinceló en la parte posterior del tablón de madera: «Mafalda de Saboya».
Mafalda descansa así, desde el día 26 de septiembre del año 1951, en el pequeño cementerio de la Casa d’Assia en Kronberg, junto a su amado esposo y a su querido suegro Federico Carlos Landgrave d’Assia, para quien su nuera era «tan grácil y delicada, pero tan vivaz».
EL TESTIMONIO DEL DOCTOR
El testimonio del doctor Pecorari es muy revelador: «A las cuatro de la tarde del jueves 24 de agosto –escribe– transportaron a la princesa Mafalda al prostíbulo, confiándola a los cuidados de Maria Ruhnau y de la «mädchen» (muchacha) prostituta Irmgard Düsedau. Tenía una grave contusión con isquemia en el antebrazo izquierdo, la cual presentaba una gran quemadura de segundo grado. Asimismo, presentaba otra quemadura del mismo grado en la mejilla izquierda. La circulación sanguínea seguía bloqueada y no se hizo nada para reactivarla, de modo que el sábado 26 de agosto ya se había manifestado la gangrena seca en el antebrazo. «Las penosas condiciones de la princesa –añade el doctor–, agravadas por una intoxicación postraumática, desaconsejaban una operación tan minuciosa, lenta y extenuante, con la consiguiente y copiosa pérdida de sangre. En el registro de operaciones que pude consultar, la intervención se registró con una duración de media hora, demasiado larga», confiesa.