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Contracultura

La momia contra el diccionario: así se divinizó la palabra "persona"

El British Museum recomienda usar «persona momificada» en sus documentos oficiales, en la última ocurrencia de la guerra cultural «woke»

El descubrimiento arqueológico más grande hallado en Egipto: 250 sarcófagos con momias y 150 estatuas de bronce
El descubrimiento arqueológico más grande hallado en Egipto: 250 sarcófagos con momias y 150 estatuas de bronceAmr NabilAgencia AP

El British Museum de Londres ha decidido evitar, en la medida de lo posible, la utilización de la palabra “momia” y recomienda, mejor, el uso del término “persona momificada” o bien, cuando se conozca el nombre propio del milenario finado, “restos momificados de” seguido de ese nombre. Una portavoz de los Museos Nacionales de Escocia, que también han decidido prescindir del uso de la palabra “momia”, declaraba al diario Daily Mail que “la palabra ‘momia’ no es incorrecta, pero tiene un efecto deshumanizador”. Con esta medida, los responsables de estas instituciones pretenden ser mucho más respetuosos con seres humanos que llevan más de 6000 años muertos, aunque un poco menos con el lenguaje (vivo) y con el principio de economía de este. El fenómeno no es nuevo, aunque en este caso sea especialmente curioso, y sobre él reflexionaba hace apenas unas semanas en estas mismas páginas el escritor y articulista José Errasti, profesor titular en la Facultad de Psicología de la Universidad de Oviedo. “Es la divinización de la palabra persona”, decía. "Se ha convertido en la palabra más prestigiosa y espectacular del mundo, casi bendita, utilizada siempre y en todo momento. Ya no hay que decir discapacitado, sino persona con discapacidad. No vayamos a sospechar que no es persona. Toda característica debe ir precedida del sintagma ‘persona’. Es un prestigio casi religioso”. Y así lo parece. Si echamos un vistazo rápido a cualquiera de las guías (las hay a docenas) para un uso del lenguaje inclusivo, la palabra “persona” es el “detente, bala” de toda ofensa o discriminación. Así, debemos referirnos, si no queremos resultar rudos o manifiestamente desconsiderados, a “personas menstruantes”, “personas usuarias de sillas de ruedas”, “personas con diversidad funcional”, “personas con trastorno del espectro autista” e, incluso, “personas que ejercen la abogacía”, por poner solo algunos ejemplos de entre los más llamativos. Es muy posible, parece, que si prescindimos del término “persona” para acompañar al eufemismo correcto estemos cometiendo la desconsideración de deshumanizar a alguien que pueda sentirse, por nuestra culpa, menos persona. Por dejación. Todas estas guías coinciden en una concepción del lenguaje, no como herramienta, sino como construcción de realidades. Es decir, que no nos serviría para comunicarnos o para expresarnos, para describir nuestra realidad, sino, en este caso, para transformarla. "El lenguaje no es neutral”, especifica una de ellas. “El uso y la intencionalidad que se le dé pueden modificar el significado de muchas palabras. Con el lenguaje se puede integrar o marginar, evolucionar, tener un enfoque transformador y visibilizar nuestros valores”. Y especifica que “hay que anteponer la palabra persona porque, ante todo, somos personas”. Otra de las guías va más allá: “al anteponer la palabra persona ponemos el acento en la condición de sujeto con derechos”. Y las momias también son personas.

Como en toda polémica, también hay quien está a favor de no discriminar ni ofender, ni a las momias ni a nadie. Si hay quien ve en pinturas clásicas violaciones en directo en nuestros museos, también hay quien ve en cadáveres milenarios sentimientos susceptibles de ser heridos. Comienzan su prédica, claro, poniendo la tirita antes del rasguño que ya intuyen: serán los conservadores (las personas conservadoras, deberían haber dicho), los alérgicos a lo políticamente correcto, los que hagan mofa y befa de la medida. Basan su defensa en argumentos moralistas como que se enmarcaría la medida en una revisión del pasado colonialista del Reino Unido y de las tropelías cometidas. Una señal de respeto paliativo en diferido. Otro de los argumentos es que el término se asocia con la literatura y el cine de terror. Y esas referencias se encuentran muy alejadas de la aspiración real y primigenia de los ritos funerarios. Lo que debe irritar, y mucho, al difunto Amenhotep I.

Lo cierto es que, más allá de todas las consideraciones más o menos sensibles, concienciadas y empáticas con seres humanos (vivos y muertos), la corrección política se nos va de las manos, rozando ya lo hilarante, si no claramente instalada en la parodia. La concienciación social se ha convertido en el fin mismo, no en el paso previo a una acción que pueda paliar una injusticia. Así, los más encolerizados activistas ven calmadas sus ansias de justicia social con perífrasis, sustantivos epicenos y desdoblamientos. Se quedan en el gesto. Da igual si eso tiene una traducción real en hechos o soluciones al teórico problema. ¿Mejora la vida de las personas no binarias el desdoblamiento de los sustantivos y la terminación -e? ¿Acaba con sus problemas y mejora realmente con su uso la calidad de vida de todas, todos y todes? Esta hipermoralización de la sociedad eleva constantemente la exigencia de corrección. Ahora son las momias y mañana… ¿quien sabe? Pero lo que caracteriza fundamentalmente a este léxico políticamente correcto al que se abraza el movimiento woke es, paradójicamente, que se trata de un lenguaje eminentemente eufemístico. Pretende modificar posturas a fuerza de suavizarlas, lo que podría ser más bien un disfraz lingüístico que oculta, más que solucionar, una realidad que incomoda. Que incomoda al que designa, más que al designado en muchos casos ¿En qué cambia, realmente, referirse como “persona momificada” a lo que siempre hemos conocido como “momia”? ¿Soluciona los problemas intrínsecos, pasados y futuros, de la comunidad momificada el nuevo epígrafe? ¿O simplemente es otra manera de designar la misma realidad? Es muy probable que a quien incomodase el término momia, más que a la momia misma, fuese a alguien hipermoralizado (y contemporáneo) ansioso por renombrar realidades y rentabilizarlas en eso que llamamos “capitalismo moral”.

Si Orwell describía en “1984” una sociedad distópica en la que un gobierno transformaba el idioma para someter a los individuos, estaríamos nosotros ante una distopía todavía más inquietante: son una buena parte de los individuos de esa sociedad recurriendo al circunloquio y el eufemismo, empobreciendo nuestra lengua, para tratar de transformar la realidad, incluida la pasada, los que pretenden someter al resto a la imposición de la corrección y del tabú, en nombre siempre de la justicia social. El exdirector de la Real Academia de la Lengua, Darío Villanueva, alertaba de que “la postlengua está formateando nuestras mentes”. Y no era una afirmación hiperbólica: la corrección política implica censura y toda censura es perversa. Aunque venga amparada por la buena fama de la moralidad que, como explicaba el psiquiatra Pablo Malo en su imprescindible ensayo “Los peligros de la moralidad”, se ha convertido en una amenaza para nuestras sociedades.

En Estados Unidos ya hay quien exige, lo contábamos aquí mismo, que se dejen de identificar los restos humanos prehistóricos por su género biológico por la imposibilidad de evaluar cómo se autopercibía en aquel momento esa persona. Ahora a las momias hay que referirse como personas momificadas para no tratarlas como a objetos ni despojarlas de su cualidad humana. ¿Qué será lo próximo? Me declaro incapaz de hacer apuestas. La realidad ya superó a la sátira hace demasiado tiempo.