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Contracultura

La obscenidad de la «memoria democrática» en Cuelgamuros

La visita de Sánchez tenía el objetivo de filmar una escena que estuviera lista para los informativos, mostrándose con rostro serio ante tibias y cráneos en su 90% de muertos del bando sublevado

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (2d), durante su visita este jueves el Valle de Cuelgamuros para conocer sobre el terreno las tareas que se realizan para la recuperación e identificación de 160 víctimas del franquismo reclamadas por sus familias.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (2d), durante su visita este jueves el Valle de Cuelgamuros para conocer sobre el terreno las tareas que se realizan para la recuperación e identificación de 160 víctimas del franquismo reclamadas por sus familias. Pool MoncloaBorja Puig de la Bellacasa

Sánchez viajando o haciendo cosas disruptivas, o todo junto. Esa es la sesuda estrategia de Moncloa cuando el nombre de Begoña Gómez ocupa las portadas de los periódicos. Alarmado por el penúltimo escándalo, a un tipo de la Moncloa se le ocurrió descolgar el teléfono y ordenar que fueran a Cuelgamuros unos cuantos forenses, una desde Granada. Llevaban sin pisar el laboratorio desde el siete de enero. Desempolvaron los restos mortales y los colocaron como en un mercadillo. Aquí las tibias, allí los cráneos.

Un equipo del No-Do sanchista se colocó en las inmediaciones para tomar el momento del trote presidencial entrando en el edificio. Dentro de la Basílica esperaba un profesional con la cámara al hombro. El otro equipo de televisión se hizo fuerte en el laboratorio para la secuencia del glorioso advenimiento de Su Sanchidad. Todo tenía que ser a la primera porque el Gran Timonel del Progreso no admite segundas tomas. El director del filme dio las últimas instrucciones al presidente: «Ya sabes, Pedro, cariacontecido, como si escucharas, nada de dientes, las manos cruzadas a la altura inguinal». La escena debía estar editada para la hora de los informativos, y luego a otra cosa, mariposa. Los huesos a sus cajas, los forenses a sus casas, y los familiares de las víctimas esperando un acto de gracia de Sánchez para visitar el lugar.

Luego nos hemos enterado de que los huesos presentados a Sánchez como ofrenda antifranquista pertenecen en su 90% a muertos del bando sublevado, un 10% de ellos asesinados por republicanos en la retaguardia, e incluso hay 14 mártires en ese columbario. Vaya chasco. Pero qué podía salir mal si Sánchez iba acompañado por Ángel Víctor Torres, ministro de Memoria Democrática, que ha repetido la trola de que «España es el segundo país del mundo, tras Camboya, donde hay más fosas comunes». No existe ese ránking. Lo han desmentido la ONU y la Comisión Internacional de Personas Desaparecidas. La repetición de la mentira puede ser por dos motivos: el ministro no trabaja y desconoce las cifras, o es un sanchista puro, es decir, se dedica conscientemente a embarrar. Esto último es posible porque Ángel Víctor tendrá que comparecer en la comisión del Senado sobre la trama de Koldo para exhumar sus relaciones con la corrupción.

El vivo al bollo, y el muerto al telediario. Porque la visita de Sánchez a Cuelgamuros solo tenía el objetivo de filmar un trocito de No-Do para hacer la guerra al PP por las leyes de concordia presentadas por los gobiernos autonómicos de la derecha. La peli es una prueba de que la recuperación de los restos mortales de las víctimas de la represión y su dignificación en realidad le da igual. Lo importante es distraer o hacer propaganda. Es una pena.

Lo que debería ser una política de Estado no es más que un discurso partidista vergonzoso y cainita. Donde tendría que haber una memoria consensuada, un mínimo común sobre cómo no se hacen las cosas, únicamente hay bronca para llamar al voto y congraciarse con los independentistas. Lógico, porque fue Zapatero el que trajo la memoria histórica en 2006 como broche al Pacto del Tinell de 2003.

El objetivo del PSOE de ZP era crear un bloque hegemónico con los nacionalistas que impidiera que el PP volviera al Gobierno, y apropiarse así del régimen. Para eso había que dejar fuera del «nuevo consenso» al PP y negar su vínculo con la democracia. El relato no encajaba si el PP podía todavía exhibir que en sus filas estuvieron unos cuantos Padres de la Constitución de 1978, como Fraga, Miguel Herrero, Gabriel Cisneros y José Pedro Pérez-Llorca. Por esta razón iniciaron una campaña para deslegitimar la Transición como condición imprescindible para echar al PP al baúl del franquismo. Si la Transición había sido un apaño franquista, los populares caían en la trampa al reivindicar ese proceso y a aquellos hombres.

Sesgo ideológico

El instrumento para esta maniobra fue la memoria histórica entendida como la deslegitimación desde el Estado del consenso entre 1975 y 1978, y la exaltación de la Segunda República como referente democrático. Era el propio Estado, puesto en manos del gobierno del PSOE, el que renegaba de la Transición y se abrazaba al régimen de 1931. En esa política vergonzosa y cainita, irresponsable como pocas, las víctimas de la represión franquista no importaban nada. Eran la coartada moral para una operación política.

La apropiación partidista de una política de Estado –el auxilio a las familias de las víctimas–, ha llevado a que adquiera un carácter totalitario. No puede ser «democrática» la memoria que niega el derecho a pensar de otra manera, a rectificar las conclusiones, o incluso a contradecirlas sobre la base de la investigación. Negar la libertad no es democrático. Tampoco es «histórica» una memoria ideologizada, construida por los nietos de los que vivieron la Guerra Civil, a partir de percepciones subjetivas transmitidas por otro individuo subjetivo.

A partir de ahí, y dado el sesgo revanchista, aparece el fraude de atribuir intenciones o ideas a las víctimas, incluso a los políticos y sindicalistas de la época, que en realidad no tuvieron. Ese presentismo intencionado nada tiene que ver con la Historia. Esto pertenece al argumento de un discurso político que busca en el pasado la legitimación de su sectarismo presente.

Esta obscenidad para tratar a las víctimas y construir un relato no va acompañada de una reflexión sobre la Segunda República como modelo a no repetir. Hay necios en el gremio de historiadores que creen que una descripción de la violencia política en el periodo republicano, o en la retaguardia durante la guerra, o analizar la vulneración de los derechos humanos a manos de las izquierdas, es fruto de una «campaña conservadora» y «revisionista». Esta mendacidad empobrece y asusta. Si la izquierda o la derecha quieren volver a ser como en la década de 1930 más vale que nos vayamos confesando. Se cometieron muchos errores, y es lamentable ver que quienes aplauden o tienen el gobierno de España ahora repiten el exclusivismo, la polarización y la intolerancia de entonces.

Quizá deberían leer con atención lo que escribieron aquellos a los que defienden, justamente los hombres que dirigieron la República. Manuel Azaña, por ejemplo, en su famoso discurso de «Paz, piedad y perdón», en la Barcelona de 1938, acabó diciendo que era una «obligación moral (...) sacar de la lección y de la musa del escarmiento el mayor bien posible, y cuando la antorcha pase (...) a otras generaciones, que (...) si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y (...) vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección». Bonito, ¿verdad? Al día siguiente el Consejo de Ministros, con la presencia del Presidente de la República, Manuel Azaña, firmó más de 50 sentencias de muerte. A ver si esta vez aprendemos de la «musa del escarmiento».