“Principiantes”: Sírvase el amor bien seco, con tónica y mucho hielo ★★★★☆
Parece que no pasa nada; pero pasa de todo, como en las obras de Chéjov: pasa que los personajes se van mostrando poco a poco en toda su crudeza
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Autor: Raymond Carver (versión de Juan Cavestany). Director: Andrés Lima. Intérpretes: Javier Gutiérrez, Mónica Regueiro, Daniel Pérez Prada y Vicky Luengo. Teatros del Canal (Sala Verde), Madrid. Hasta el 5 de febrero.
Dos parejas se reúnen en casa de una ellas para tomar unas copas mientras deciden si salen a cenar fuera. Una de ellas, la que ejerce de anfitriona (Mónica Regueiro y Javier Gutiérrez), lleva ya cuatro o cinco años de relación y empieza a dejar ver sus fisuras, tal vez abiertas previamente, en el pasado, antes de conocerse, cuando compartían sus respectivas vidas con otras personas distintas. La segunda pareja, algo más joven (Vicky Luengo y Daniel Pérez Prada), apenas lleva un año de relación; entre ellos dos parece que todo fuese armonía, felicidad y buenos augurios. Pero… ¿acaso puede ser eso cierto? La existencia o no del amor, su posible definición, la incógnita de su durabilidad, la identificación de sus características y de sus incontables versiones falsificadas, el vértigo a la hora de afrontarlo y de perderlo. En torno a todas estas cuestiones gira el argumento de Principiantes, una obra dirigida por Andrés Lima y adaptada por Juan Cavestany a partir de algunos relatos del libro homónimo de Raymond Carver. Este volumen vio la luz en 2010 como una suerte de “versión original” −sin cortes ni modificaciones editoriales− del libro que el escritor ya había publicado en 1981 bajo el título de uno de los cuentos que incluía, precisamente el que ha usado Cavestany como eje dramatúrgico de la función: “De qué hablamos cuando hablamos de amor”.
En el transcurso de la reunión de nuestros cuatro protagonistas, la ingesta de gin-tonics no tiene tregua ni fin. La conversación, que siempre toca de una forma u otra el tema del amor, avanza como puede, entre incisos y digresiones, por los sinuosos y particulares caminos que marca la intoxicación etílica de quien está hablando en cada momento. Parece que no pasa nada; pero pasa de todo, como en las obras de Chéjov: pasa que los personajes se van mostrando poco a poco en toda su crudeza, con todas sus incómodas ambigüedades; pasa que la máscara de la risa deja de ser eficaz para esconder la violencia de cada uno, alimentada en la frustración y en el miedo; pasa que el escenario se va descomponiendo a medida que se descompone el mundo interior de los protagonistas; pasa, en definitiva, que el público va viendo cada vez más nítida el alma de unos personajes de carne y hueso, repletos de aristas, mecidos entre la ira y el patetismo por su incapacidad para hallarse a sí mismos.
La acción está contenida, pero avanza en verdad demoledora e inexorable. Todo está perfectamente medido en el texto y en la dirección; dosificado al amparo de un ritmo muy determinado y oportuno para que el espectador pueda observar, al final, la ridícula y frágil condición humana, tal y como si la advirtiese de repente reflejada en un espejo. Y eso se consigue, por supuesto, gracias a un encomiable trabajo de todo el elenco, dentro del cual destacan Daniel Pérez Prada y, muy especialmente, Javier Gutiérrez. Lo que este señor hace durante el relato del accidente de los ancianos es, lisa y llanamente, dar una lección magistral de interpretación que solo aquellos tocados por algún tipo de gracia divina están en condiciones de impartir. Asimismo, hay que mencionar el acertado trabajo de Beatriz San Juan como escenógrafa y vestuarista, de Valentín Álvarez en la iluminación y de Jaume Manresa en la composición de una partitura que se adorna con algunas conocidas canciones muy bien seleccionadas.