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Series e historia
Tres hombres en pie: un comunista con peluca, un general reconvertido y un seductor del Movimiento
El estreno de la serie "Anatomía de un instante" rescata los detalles de lo ocurrido antes y durante el 23 F

Adolfo Suárez, Santiago Carrillo y Manuel Gutiérrez Mellado fueron los tres únicos hombres que permanecieron en pie cuando sonaron los disparos en el Congreso el 23 F. Todos ellos habían sido considerados «traidores» por los suyos. Cada uno por un motivo distinto. Suárez, por renunciar a los principios del Movimiento Nacional. Carrillo, por dejar atrás la dictadura del proletariado y aceptar la monarquía. Gutiérrez Mellado, por apartar al Ejército de la política y someterlo al poder civil. Si aquello iba a más y corría la sangre, lo más seguro es que la primera sería la suya. Lo cierto es que aquel gesto les devolvió la dignidad a ellos y a la democracia.
El primero de los tres, Adolfo Suárez, había nacido en Cebreros (Ávila) en 1932, y empezó desde abajo. Se definió un «chusquero de la política» en el primer gobierno de Juan Carlos I, en diciembre de 1975. Era cierto. Formado políticamente en el Movimiento Nacional y falangista en sus inicios, ascendió en la administración hasta que, tras la dimisión de Arias Navarro en julio de 1976, el rey lo nombró presidente del Gobierno para hacer la transición a la democracia. La prensa lo recibió con desprecio y escepticismo. Era un «inmenso error», dijeron, «un apagón» de la libertad, un «caballo ciego». Desde el Gobierno impulsó una amnistía para delitos políticos –incluidos los terroristas–, legalizó al PCE por sorpresa en abril de 1977, y con la Ley de Reforma Política desmontó el franquismo. Ahí arreciaron los ataques del inmovilismo y del «Ejército azul».

El Consejo Superior del Ejército se reunió el 12 de abril de 1977, tres días después de ser legalizado el PCE. Asistieron los jefes del Estado Mayor de los tres ejércitos, los once capitanes generales, el director de la Guardia Civil y Alfonso Armada, que informó de la reunión al rey Juan Carlos. También estaba Alfonso Osorio, vicepresidente del Gobierno. La repulsa a la legalización del PCE fue unánime. Suárez les había mentido al decirles que nunca lo haría. Y esas autonomías romperían la unidad nacional. El presidente había desmontado el Movimiento Nacional para deshacer España y el legado de Franco. Era un traidor, un chaquetero y un oportunista.
Ahí se fraguó el golpe contra Suárez, cuyo primer episodio fue en noviembre de 1978, con la «Operación Galaxia». El acoso también vino de la izquierda. Alfonso Guerra lo llamó «tahúr del Misisipi» y el PSOE presentó una moción de censura. La Unión de Centro Democrático (UCD), su partido, planeó dejarlo en la estacada por la crisis económica, el terrorismo y la tensión política. En junio de 1980, Juan Carlos I dio un ultimátum al presidente para que cambiara. No ocurrió, y seis meses después, el 4 de enero de 1981, Suárez dimitió.
Pérdidas y pragmatismo
Santiago Carrillo era considerado otro traidor antes del 23-F. Había dado la espalda al sueño revolucionario comunista y a la República. En 1981 no quedaba nada del hombre que había sido, decían sus enemigos. Nadie reconocía al Santiago que había sido el protegido de Largo Caballero, secretario general de las Juventudes, luego títere del estalinismo en España, partícipe en la revolución de 1934 y en las matanzas de la Guerra Civil, como Paracuellos, impulsor de la invasión maqui de 1944, o aplaudidor del terrorismo de izquierdas en España. Ya no era el mismo que había propuesto en el verano de 1974 un nuevo 14 de abril de 1931 con levantamiento de juntas revolucionarias y manifestaciones callejeras para derribar el franquismo.

Ya nadie recordaba que en diciembre de 1976 entró ilegalmente en España con una peluca. «Pareces una puta vieja», le había dicho Teodulfo Lagunero, su amigo millonario. Desde 1977 Carrillo prefería la conciliación y la paz, como se demostró en el entierro de los abogados de Atocha, asesinados por fascistas. El 9 de abril de ese año se legalizó el PCE, y Carrillo declaró el 15 de ese ante el Comité Central que aceptaban la bandera rojigualda, la monarquía y que defendería la unidad de España. El dirigente que motejó a Juan Carlos I como «el breve» y apostaba por el derecho de autodeterminación de los pueblos peninsulares, acababa aceptando la situación política. En realidad, Carrillo eligió el pragmatismo. Muchos de sus camaradas vieron esto como una enorme traición, y fue acusado de anular al PCE. El partido perdió miles de afiliados y solo consiguió 20 escaños en las elecciones del 15 de junio de 1977. La jugada comunista salió mal, y la democrática, bien.
El tercer digno, Manuel Gutiérrez Mellado, era odiado por el «Ejército azul», los militares que aún conservaban el espíritu franquista. Había nacido en Madrid en 1912, e hizo su carrera en la Academia General Militar de Zaragoza en 1929, cuando estuvo dirigida por el general Franco. Quizá por eso hizo la Guerra Civil en el bando sublevado, en el Servicio de Información Militar en Madrid, como parte de la llamada «Quinta Columna». Fue un oficial gris, uno más, hasta 1970, cuando alcanzó el grado de General. Fue destinado a Ceuta como comandante general, y allí recibió a los presos de la Unión Militar Democrática en 1975, a los que trató con mucho respeto. Suárez le nombró jefe del Estado Mayor Central del Ejército y poco después vicepresidente primero del Gobierno para Asuntos de la Defensa. Su misión era modernizar las Fuerzas Armadas y garantizar su obediencia al poder civil en el proceso de la Transición a la democracia.
En 1977 se convirtió en el primer ministro de Defensa de España, unificando los antiguos ministerios de Ejército, Marina y Aire, lo que pocos años antes se había negado al general Díez-Alegría porque daba a un solo hombre todo el poder sobre los militares. Impulsó un plan para acabar con los privilegios castrenses, someter el poder militar al civil, y transformar el Ejército de Franco en un Ejército democrático. La política de ascensos humilló, entre otros, al golpista Milans del Bosch, mientras otros vieron que sus credenciales franquistas ya no servían para mucho. La ultraderecha lo convirtió en blanco de insultos diarios, como «traidor de mierda» o «despreciable». Manuel Gutiérrez Mellado fue el militar más odiado por sus compañeros desde entonces. Muchos pensaron que había traicionado a Franco y al Ejército. Se le reprochó haber permitido la legalización del PCE y sostener el desmantelamiento del Movimiento Nacional. Lo definieron como un «traidor» y un «peligro» para la unidad del Ejército y de España. Ese clima favoreció la rama militar del golpe del 23 F.
Los minutos en los que todo cambió
A las 18:23 del 23 de febrero se oyeron gritos en el Congreso. Era el teniente coronel Tejero portando una pistola. «¡Quieto todo el mundo!», dijo. Gutiérrez Mellado saltó de su asiento y se lanzó a los guardias civiles. Tras él, Suárez. No sirvió de nada. Tejero le puso la pistola en el pecho. Pero Gutiérrez Mellado no cedió. Entonces los asaltantes dispararon al techo y los diputados se tiraron al suelo. Adolfo se quedó sentado en su escaño, digno, serio, dispuesto. Lo mismo hizo Carrillo. Él, Suárez y Gutiérrez Mellado se convirtieron en símbolos de lealtad al sistema constitucional que abrió una época de prosperidad.
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