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Luto en el Vaticano

Veintitrés veces Juan y una Francisco

Tanto Dámaso I como Juan II fueron pontífices con fuertes personalidades que popularizaron la repetición recurrente de los nombres de los Papas

El papa Dámaso I Archivo

San Dámaso I (304-384) es uno de esos personajes ilustrados que rara vez nos regala la Historia, con mayúscula. Erudito, innovador y pendenciero, su contribución a la Iglesia resulta innegable a los ojos de hoy. Huelga decir que, como casi todos los grandes hombres, supo rodearse de los mejores colaboradores. Empezando por su propio secretario: nada menos que San Jerónimo (347-420), padre y doctor de la Iglesia, quien dijo de él: «Es un hombre puro elegido para dirigir una Iglesia que debe ser pura». A Dámaso I se debe que San Jerónimo tradujese la Biblia al idioma popular, conocida con el nombre de La Vulgata y empleada por la Iglesia Católica durante casi quince siglos de historia.

En los siglos II y III, la Biblia en uso era la Héxapla, redactada en griego y atribuida al sabio Orígenes. San Dámaso, que tenía total confianza en su secretario San Jerónimo, con quien mantuvo correspondencia durante toda su vida, le encargó una nueva traducción de la Biblia al latín. El texto de San Jerónimo se conoció como La Vulgata, como ya sabe el lector. Además de la traducción, primero se hizo una compilación de los documentos del Antiguo y Nuevo Testamento, que son los que conforman el Canon Bíblico o los que la Iglesia reconoce como Sagradas Escrituras. La Vulgata estuvo vigente durante quince siglos, hasta que en 1979 se revisó íntegramente y se promulgó la Nova Vulgata en tiempos de Juan Pablo II. Este texto, con un latín más clásico, no incluye ciertas lecturas omitidas del Canon Bíblico durante el Concilio de Trento. El mismo Dámaso fue cocinero antes que fraile, pues ejerció como secretario de los Papas San Liberio y San Félix antes de ser elevado al solio de Pedro. Durante su pontificado, Dámaso I hizo honor a su nombre, que significa «domador». Se preocupó así de que todos los obispos reconocieran la autoridad incuestionable del Obispo de Roma, dejando bien clara la importancia de la jerarquía eclesiástica, así como la estricta organización de cada una de las diócesis que conforman la Iglesia.

Facilitó para ello las pautas morales, tratando de evitar la desunión de una Iglesia que a veces tendía a desmembrarse. No en vano, él mismo había sufrido esa tremenda división durante su ascenso al solio de Pedro, mientras contemplaba impertérrito el nombramiento del antiPapa Ursino. Y por si fuera poco, antes de eso fue testigo también del exilio del Papa San Liberio decretado por el emperador Constancio II, convencido arriano. Precisamente en su denodada lucha contra el arrianismo, Dámaso I instauró el rezo de una oración que pervive hoy como una de las más proclamadas por los fieles católicos: el Gloria Patris. Y extendió el uso de la palabra hebrea Aleluya, empleada sobre todo para referirse a la Resurrección de Jesús y traducida como «Alabad al Señor». La expresión, que ya existía entonces, se utilizaba exclusivamente en el rito judaico.

Pero la historia de Dámaso I no acabó ahí, ni mucho menos. Su trabajo en las catacumbas resulta hoy impresionante. Tras siglos enteros de persecuciones y clandestinidad en las primeras comunidades cristianas, las grutas vaticanas estaban llenas a rebosar de restos mortales de mártires sin identificar. ¿Qué hizo entonces San Dámaso, que podría asemejarle siglos después al intrépido arqueólogo Indiana Jones en la ficción? Verlo para creerlo: el Papa en persona recorrió cada palmo de las catacumbas en busca de las sepulturas mal selladas y dispuso la reforma y secado de aquellas cuevas subterráneas para mejorar la conservación de aquellos restos humanos abandonados a su suerte. Se tomó el tiempo necesario para identificarlos, como el mejor de los arqueólogos, e incluso para componer y grabar los epitafios en las lápidas de cada uno de los allí yacientes en forma de versos y leyendas que han permitido conocer hoy detalles insospechados de la vida de algunos de aquellos infortunados.

Tal es el caso de San Tarsicio, declarado mártir de la Eucaristía. De ahí que Dámaso I se ganase a pulso el nombramiento de Santo Patrón de los Arqueólogos, con permiso de Santa Elena, por supuesto, digna también del mayor de los reconocimientos como madre de Constantino el Grande, primer emperador romano converso. A Santa Elena se atribuye además el descubrimiento de restos mortales que datan de la mismísima época de Jesucristo, como los clavos de la Vera Cruz, el Lignum Crucis donde murió crucificado el Mesías, el Titulus Crucis o tablilla de madera con la inscripción que ordenó escribir Poncio Pilato para colocarla en la cabecera de la cruz, o las consideradas reliquias de los Reyes Magos. Resulta fascinante imaginarse hoy a un Papa del siglo IV, en medio de las luchas intestinas por el poder, preocupado en recorrer todos y cada uno de aquellos pasadizos secretos del horror para clasificar las improvisadas tumbas de sus predecesores con una paciencia y dedicación encomiables. A nadie debería extrañar, por tanto, que el pontífice fuera tan previsor a la hora de disponer su propia sepultura, barruntando su inminente final. Su epitafio, desde luego, conservado hoy en su lecho mortuorio, habla por sí solo: «Yo Dámaso –escribió él mismo–, hubiera querido ser sepultado junto a las tumbas de los santos, pero tuve miedo de ofender su sagrado recuerdo. Espero que Jesús, que resucitó a Lázaro, me resucite a mí también en el último día».

Las razones

Humilde hasta la sepultura, Dámaso falleció el 11 de diciembre del año 384, a la edad de ochenta años. Tiempo después, se levantó en homenaje suyo la grandiosa Basílica de San Dámaso, situada justo encima de su sepulcro, en premio a su sencillez. Y del Papa «Indiana Jones» pasamos ahora al que pudo haberse llamado «Mercurio», por increíble que parezca. Todo el mundo conoce hoy la tradición eclesiástica mediante la cual los sucesores de Pedro cambian su nombre por el que desean adoptar durante su pontificado.

El cardenal decano pregunta así siempre, tras el cónclave, cómo quiere ser llamado cada uno: «¿Quomodo vis vocari?». Este hecho genera gran expectación entre los fieles y es habitual que el Papa electo explique sus razones. Por ejemplo, Juan Pablo I quiso honrar a sus dos antecesores Juan XXIII y Pablo VI, quienes le habían nombrado cardenal y obispo respectivamente, y fue así el primero en emplear un nombre compuesto.

Pero no siempre ha existido esta tradición en el seno de la Iglesia, sino que arranca precisamente tras la elección de nuestro nuevo protagonista: Juan II (470-535), cuyo pontificado se redujo a tan solo dos años, del 533 al 535. Hasta entonces los Papas, salvo una sola excepción, se habían limitado a utilizar su nombre de pila seguido del numeral. ¿Qué indujo entonces a este pontífice a cambiar de nombre en el primer tercio del siglo sexto? Aunque su intención oculta pudiese ser la de honrar en última instancia a su antecesor Juan I, lo cierto es que la modificación se produjo en su caso por motivos de mayor enjundia aún.

Advirtamos así que sus padres le llamaron Mercurius al nacer. Un nombre, la verdad, demasiado pagano para todo un sacerdote de Cristo. No en vano, Mercurio es el dios romano de los comerciantes y las mercancías, hijo de Júpiter, dios de la guerra. Su propio significado o interpretación mitológica lo hacía incluso menos apropiado para un clérigo. Comprenderá el lector que hubiese resultado un tanto extraño aludir a un pontífice con el nombre de Mercurio I. Pues eso mismo debió pensar él también. Antes de ser elegido, permaneció un tiempo en la Iglesia de San Clemente, en el Monte Coelius, donde hoy se conservan documentos históricos que se refieren a él como «Johannes II, apellidado Mercurius».

Hagamos constar también que desde Juan II hubo aun así algún romano pontífice que no cambió de nombre, aunque la costumbre llegó a convertirse finalmente en una respetada tradición que, como decimos, se remonta hasta hoy mismo, incluido naturalmente Jorge Mario Bergoglio, llamado Francisco. Si repasamos la extensa relación de pontífices, comprobamos que algunos nombres se repiten de modo recurrente. Sin contar a los antiPapas, Juan aparece veintitrés veces a lo largo de la historia, Gregorio dieciséis, igual que Benedicto, Clemente catorce, Inocencio y León trece, y Pío hasta doce veces. Pero también hay otros nombres que no han gozado de tanta popularidad, como Zósimo, Zacarías o Ceferino. Y de entre todos sobresale ahora el de Francisco, que hasta el momento solo hay uno que se llame así…