El yin, el yan y Sean Penn
El actor protagoniza lo último de Jean-Stéphane Sauverin, "Black Flies", un intento efectista de señalar las fallas del sistema con bajada a los infiernos incluida
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Pocos días antes de que empezara la 76ª edición del Festival de Cannes, el ayuntamiento anunció que, durante los días que duraba el certamen, cualquier manifestación o protesta pública se declaraba ilegal. Suponemos que el descontento nacional contra la subida de la edad de jubilación, que provocó revueltas y vandalismo a mansalva contra el gobierno de Macron, no podía llegar a la orilla de la Croissette. Lejos quedan los tiempos del mayo del 68, en los que los propios cineastas (Truffaut y Godard interrumpiendo la proyección de “Peppermint Frappé”, de Carlos Saura) impulsaron la cancelación del festival. Paradójicamente, Cannes siempre quiere estar con los desfavorecidos, como demostraban ayer las dos películas a concurso, la norteamericana “Black Flies”, de Jean-Stéphane Sauverin, con Tye Sheridan y Sean Penn, y la china “Spring”, de Wang Bing, el yin y el yan del cine de denuncia humanista.
La película de Sauverin, que también habría podido titularse “Jesucristo Superstar, paramédico”, está protagonizada por un aspirante a estudiante de medicina (Tye Sheridan, co-productor del filme) que ahorra haciendo turnos de noche como urgenciólogo ambulante. Se apellida Cross (cruz en inglés), va pegado a una chaqueta con alas de ángel en la espalda y su cuarto compartido en un sórdido apartamento neoyorquino está presidido por el cuadro de… un ángel. Por si les quedaba alguna duda, sí, es un ángel. Atormentado, pero bondadoso. Como pueden percibir, “Black Flies” no es una película precisamente sutil.
Eso no solo afecta a su estructura narrativa, que es la del martirologio de manual, sino también al género al que pertenece -la ‘buddy movie’ que combina novato (Sheridan) con experto en la materia (Sean Penn)- y a su puesta en escena, que no puede ser más efectista. El rojo intermitente de la ambulancia iluminará tanto las escenas nocturnas como la vida en duermevela de Cross, que bajará a los infiernos de la realidad de los sin techo, los alcohólicos y los yonquis, los tiroteos entre bandas juveniles, los partos ‘gore’ con cordón umbilical cual intestino sangriento colgando, para aprender que sí, que todo ese catálogo de atrocidades tiene un objetivo, al menos para un superviviente del horror como él: salvar vidas, hacer que el mundo sea un lugar más habitable.
Si, en “Al límite”, Martin Scorsese convertía, con la ayuda de Paul Schrader, la noche insomne de un conductor de ambulancias en una pesadilla onírica, fantasmagórica, Sauverin ha preferido envolver la suya con el celofán del realismo descarnado. El director de “Johnny Mad Dog” ha confesado que se sumergió en el mundo de los paramédicos acompañándolos en sus excursiones nocturnas, preguntándoles por cómo se enfrentaban a la muerte sin perder la razón entre paros cardíacos e intubaciones express. Ellos son las moscas negras del título, los primeros que huelen un cadáver a cien kilómetros a la redonda. La película intenta explicar lo fácil que resulta convertirse en Dios mientras tienes la vida de otra persona en tus manos, y el peligro que eso supone cuando la inercia de un trabajo impregnado de dolor y muerte te convierte en un misántropo. Sin embargo, todo lo que tiene que decir Sauverin sobre el alma de los paramédicos es mucho menos que todo lo que no dice sobre los problemas de la sanidad estadounidense y sus víctimas.
Wang Bing es la némesis de Sauverin. Su proceso de inmersión para realizar “Spring” ha sido cualquier cosa menos cosmético. Ha necesitado cinco años de trabajo, desde 2014 al 2019, para describir la vida cotidiana de unos cuantos trabajadores jóvenes, emigrantes de provincias, en los talleres textiles de la ciudad de Zhili, a 150 kilómetros de Shanghai. Autor de obras capitales del documental contemporáneo como “West of the Tracks” o “Dead Souls”, siempre de duraciones épicas, necesita tres horas y media de metraje para que, con su cámara, meramente observacional, se convierta en uno más de esos obreros con jornadas laborales imposibles, que viven en condiciones insalubres entre pasillos tapizados de basura y habitaciones compartidas de paredes desconchadas.
Prácticamente toda la película se desarrolla en los confines del barrio donde están los talleres y los pisos patera donde viven los emigrantes, como si no hubiera mundo más allá de esos edificios de cemento gastado. Bing nunca presenta a sus múltiples protagonistas, más allá de rotular su nombre y la provincia de la que proceden. In media res, contemplamos la velocidad de vértigo a la que trabajan, oímos el ruido mecánico de las máquinas de coser, irrumpimos en sus conflictos -el dilema de un aborto, una pelea a navaja, un flirteo furtivo- sin que luego se resuelvan, y, sobre todo, asistimos a las continuas negociaciones de sus salarios con los encargados de los talleres, pero también a sus juegos, a sus pocos momentos de descanso, a su buen humor, a sus conversaciones triviales. El tiempo que pasamos con ellos es un signo de respeto hacia el modo en que sobrellevan la precariedad y la esclavitud. “Spring” aspira con éxito a pintar otra viñeta del fresco monumental que Bing lleva diseñando con paciencia de orfebre, hace dos décadas, sobre los cambios operados por la China contemporánea al abrazar los modos del capitalismo neoliberal sin abandonar el pensamiento único de su pasado comunista.
En el Cannes de las películas maratonianas, el cineasta y videoartista Steve McQueen no quería quedarse atrás. Las más de cuatro horas de “Occupied City” adaptan el ensayo de Bianca Stigter, “Atlas de una ciudad ocupada (Amsterdam 1940-1945)”, esposa de McQueen, para recorrer los espacios de la capital de Holanda atravesados por la memoria de la ocupación nazi. Prescindiendo de las imágenes de archivo, una voz en off neutra e impasible evoca el pasado nazi de la ciudad, localizando sus atrocidades calle a calle, ahora habitadas por otras voces y otros cuerpos, indiferentes al poso de lo que allí ocurrió.