Su evolución
Un paseo histórico por la Plaza de España: del prado de Leganitos a la Torre de Madrid
Fue en su origen un huerto de hortalizas al que acudían los amantes a escondidas. Más tarde se convirtió en epicentro aristocrático y, con los años, testigo de la guerra y la dictadura
Cuando en 1561 Felipe II traslada la corte desde Toledo a Madrid, la Plaza de España era un huerto de hortalizas. Se regaba con el agua del arroyo de Leganitos, que discurría por la calle del mismo nombre, hoy conocida por la gran cantidad de establecimientos chinos que alberga. Solo unas pocas décadas después de la decisión del monarca de los Austrias, la nueva capital del reino estaba rodeada por una cerca que tenía como objetivo controlar el acceso de mercancías a la ciudad, asegurar el cobro de impuestos y vigilar quién entraba y salía de Madrid. De 1625 a 1868, la denominada cerca de Felipe IV –nieto de Felipe II y rey del decadente imperio desde la muerte de su padre, Felipe III, hasta la suya propia en 1665– encerraba el espacio donde actualmente se ubica la Plaza de España.
Hasta la reapertura de hoy, que termina con las obras iniciadas en 2019 por el gobierno de Manuela Carmena, la plaza ha sufrido numerosas transformaciones y ha sido testigo de innumerables acontecimientos, sin los que sería imposible contar la historia de Madrid. Al prado de Leganitos acudían los amantes a desahogar con besos sus furtivos deseos, y terminó por convertirse en un lugar imprescindible para la aristocracia del siglo XVIII en la capital. Su nueva reputación se debía a su proximidad con el Alcázar Real –el Palacio Real del presente–, donde se asentaba la orden franciscana de los «gilitos».
Carlos III encomendó al arquitecto Francesco Sabatini el proyecto de un enorme convento para los frailes del Palacio Real, pero la llegada de José Bonaparte modificó la tentativa inicial. Lo que iba a ser el convento de San Pedro de Alcántara acabó en un cuartel militar para la Guardia de las Corps. Diseñado y construido también por Sabatini entre 1789 y 1808, el cuartel de San Gilfue el epicentro de una conspiración de generales que se rebelaron contra Isabel II dos años antes de La Gloriosa. Para entonces, el prado de Leganitos ya había evolucionado hasta alcanzar la consideración de plaza. Hasta la denominación actual, fue la plaza de San Marcial la que albergó el cuartel mencionado hasta su demolición en 1909. Un año antes «se produjeron derrumbamientos mientras la chiquillería del barrio jugaba por allí», asegura Antonio Castro, cronista de la Villa. Y añade que «no hubo desgracias personales, pero se constató la peligrosidad de lo que quedaba en pie, y el Consejo de Ministros acordó aprobar el expediente del derribo definitivo el 3 de diciembre de 1908».
Muchas de estas referencias se incluyen en el aclamado libro de Andrés Trapiello, Madrid, publicado por la editorial Destino en 2020. Lo que no se había contado antes en ningún manual de historia madrileña fue la sensación de perplejidad del escritor leonés al darse de bruces con la capital a sus 17 años. Tras el viaje con llegada a la Estación del Norte, cuyo desencadenante fue una bronca familiar, el primer lugar donde se detuvo Trapiello fue la Plaza de España.
«Es cierto, fue lo primero que vi en circunstancias un tanto épicas» recuerda el escritor en una entrevista con LA RAZÓN. Le impresionó «la conjunción de la Gran Vía con la calle Leganitos», a la que se refiere en su libro como «una de las calles más deprimentes de Madrid, habiendo sido una de las más bonitas», y recuerda que allí vivieron la madre y la hermana de Cervantes. Sobre el citado cuartel de San Gil, recuerda que «Rodin, el escultor, lo encontró sublime», siendo «la segunda cosa que más le gustó de Madrid, después del palacio de Oriente». En esta línea, «Madrid para mí supuso siempre esa unión de lo sublime y lo modesto, la belleza y la fealdad», concluye.
El monumento a Cervantes
A propósito de Cervantes, el monumento en homenaje a su figura constituye el símbolo más importante de la Plaza de España. Poco después de su inauguración oficial en 1911, cuando la ciudad está inmersa en pleno desarrollo urbanístico, se convoca un concurso para su construcción por el 300 aniversario de la muerte del escritor. «Sufrió el rechazo de algunos medios de comunicación», apunta Castro, y hasta Valle Inclán declaró para el diario La Luz: «Para la próxima revuelta espero que las masas vuelen con dinamita el monumento a Cervantes». También recuerda Castro que Pío Baroja lo criticaba unos días más tarde. «El peor monumento es el de Cervantes, que me ha estropeado para siempre mi barrio», habría dicho.
Resultó ganador el proyecto del arquitecto Rafael Martínez Zapatero y el escultor Lorenzo Coullaut-Valera. La construcción empieza en 1925, pero no se inaugura hasta 1929, pese a que aún no estaba terminado. La guerra y sus consecuencias aplazan las obras, que se reanudan en 1957 con Pedro Muguruza como arquitecto al mando y el hijo de Coullaut-Valera como escultor. Se rediseña el proyecto inicial y termina siendo lo que se puede ver hoy: con un ejemplar de El Quijote en la mano, Miguel de Cervantes sentado en un pedestal esculpido sobre el obelisco en piedra de 22 metros de altura, y delante las figuras en bronce de Don Quijote y Sancho Panza. En la parte trasera del monolito lucen veinte escudos, uno de cada país donde entonces se hablaba el castellano. Corona el monumento un globo terráqueo, rodeado por cinco mujeres leyendo que corresponden a los cinco continentes, porque no es el de la Plaza de España solo un homenaje a Cervantes, sino una obra dedicada al español y su difusión por el mundo.
Solo unos años después del proyecto Gran Vía, la Avenida de José Antonio tras la victoria de los sublevados, la Guerra había arrasado la plaza. El tercer tramo del proyecto, llevado a cabo entre 1925 y 1929, terminaba en Plaza de España, pero solo pudo lucir hasta 1936. No obstante, el régimen franquista elige el espacio como un acicate para mostrar al mundo su concepto de modernidad. Así se levanta el Edificio España en 1953, y poco después la Torre de Madrid. De estilo neobarroco, el primero se erige como el primer rascacielos más alto del país en el momento de su construcción, con sus 117 metros y sus 25 plantas. La Compañía Inmobiliaria Metropolitana fue la encargada del proyecto, llevado a cabo por los hermanos Otamendi. Los mismos arquitectos construirían cuatro años más tarde la Torre de Madrid, 25 metros más alta, en el número 86 de la Gran Vía.
En el marco del Plan General de Ordenación de Madrid de 1941 y su Ley de 1946, se construye también la Fuente de las Conchas, junto al monumento dedicado a Cervantes. El agua se erige como símbolo de esta construcción, obra del arquitecto Manuel Herrero Palacios, por la referencia al arroyo de Leganitos, que nutría la huerta de hortalizas en el espacio donde hoy se inaugura la versión más contemporánea de la plaza. La fuente del Nacimiento del agua, como también se la denomina, presenta a unas ninfas en sus extremos. De sus cántaros se vierte el agua, símbolo de la vida.
No hay un elemento más ecológico para dar la bienvenida a este nuevo proyecto, partidario del desarrollo sostenible y meticuloso con la estética de un lugar tan emblemático. Trapiello, como muchos madrileños, no piensa perdérselo. Incluso confiesa a LA RAZÓN que «ha quedado allí para verla» hoy mismo. «Es muy difícil que la hayan estropeado», ironiza, «porque siempre ha sido una plaza un tanto absurda, de paso, en la que solo se detenían gentes de paso, turistas, forasteros y vagabundos». A partir de hoy puede ser otra cosa.
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