Reyes Magos de Oriente
Retrato del Rey Gaspar
Desde lo alto de su carroza abría los brazos tanto que parecía que le cupieran entre las manos todos los niños del mundo
Claro que los Reyes Magos existen: yo conocí a Gaspar. Vivía en San Sebastián y no parecía el típico rey mago; a primera vista era un tipo normal: ni muy alto, ni muy bajo, pálido, bigote pelirrojo, coronilla al aire y un poco de barriga que le fue apareciendo con los años.
No lo hubieran reconocido por la calle por nada del mundo. Paseaba por Donosti con su perro, compraba el periódico por la mañana, hablaba con las tenderas del mercado y cocinaba en la sociedad gastronómica como los demás hombres de allí.
Pero cada cinco de enero, el Rey Gaspar se transformaba para la cabalgata. Esa mañana se levantaba muy pronto y andaba por ahí dando vueltas a grandes zancadas. Iba de un lado a otro del pasillo con las manos detrás de la espalda, repasando entre murmullos la lista de los regalos que le había pedido cada niño, pues los conocía a todos. Almorzaba algo ligero, se vestía meticulosamente: capa de armiño, corona de oro incrustada con rubíes, esmeraldas y otras piedras preciosas, guantes blancos de seda, un anillo enorme, zapatos dorados de punta como de vizir y una peluca pelirroja. Una barba postiza completaba el uniforme que componía una máscara inversa, pues en rigor, aquel hombre solo adquiría su legítima identidad disfrazado.
Lo de la barba –rizada, brillante y dorada– era importante, pues le confería la imagen que los niños tenían de él y aunque le preocupaba que no se le notaran las gomas con las que la sujetaba pegada a la cara y siempre temía que se enganchara en el abrigo de algún pequeño al darle un beso, decía que tenía que llevarla puesta o los chavales no se creerían que él era quien realmente era.
Ya vestido, llegaba en barco a Donosti mecido por el mar de fondo de la Bahía en una de las barcazas azules que en verano llevan gente a la isla de Santa Clara. Le acompañaban Melchor y Baltasar y juraban que traían paz para la ciudad y montañas y trolebuses de regalos en unas cajas enormes que miraban los niños con los ojos como platos. Le gritaban «¡Gaspaaaaaar, Gaspaaaar!» arrastrando mucho las aes y el Rey desde lo alto de su carroza abría los brazos tanto que parecía que le cupieran entre las manos todos los niños del mundo.
Le daban las mil de la mañana, bebiéndose todo el coñac que le habían dejado los niños y entregando regalos por todo el mundo en una tarea del todo milagrosa. Llegaba a casa satisfecho aunque agotado, la corona ladeada, la barba manchada de los mocos de los niños que le daban besos algunos hasta llorando de los nervios de verle. Aunque fuera tarde, guardaba un rato para releer las cartas de los niños, y se reía a carcajadas con aquel que le había pedido ochocientos mil juguetes, y se le caía un lagrimón con otra que ese año solo quería un trabajo fijo para papá, un trabajo que por supuesto él le traía.
Después, Gaspar se quitaba los armiños y guardaba la barba y la corona bien escondidas en un altillo. Al día siguiente, recuperaba su aspecto y aunque salía su foto en la portada del periódico, nadie le reconocía. Gaspar disimulaba muy bien haciéndose pasar por mi padre.
Un día, hace muchos años, se tuvo que ir a a cumplir otras tareas celestiales y desde entonces vive en un palacio de Oriente del que solo regresa la noche de Reyes. Ya no soy un niño, pero cada año sigo esperando ansioso su llegada. Cuando se fue, llegamos al acuerdo de que, en el momento en el que él entra en casa, tenemos que estar todos dormidos, así que lo veo en sueños, que es como lo recuerdo ahora.
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