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Locos por la literatura

Ernest Hemingway: «queer», fetichista y amante de España

Era la encarnación del aventurero y el macho triunfante, pero el Premio Nobel fue un hombre esporádico, mujeriego y un contumaz bebedor

El autor dio buena cuenta de su devota admiración por nuestro país en su libro «Fiesta»
El autor dio buena cuenta de su devota admiración por nuestro país en su libro «Fiesta»larazon

Era la encarnación del aventurero y el macho triunfante, pero el Premio Nobel fue una persona insegura y autodestructiva. Los excesos concluyeron cuando, ataviado con la bata que apodaba «la túnica del emperador», se levantaba la tapa de los sesos en 1961. Repasamos la vida del escritor que fue paracaidista, boxeador, cazador de leones, torero esporádico, mujeriego y contumaz bebedor. José Luis Hernández Garvi, autor de «La desaparición de Agatha Christie y otras historias sobre escritores misteriosos, excéntricos y heterodoxos» (Almuzara) sostiene que Hemingway llegó a España más por amor que por trabajo, después de haber sido reclutado por la Cruz Roja como conductor de ambulancias durante la Primera Guerra Mundial. Quería a nuestro país desde que visitara Pamplona y quedase prendado de la relación con la muerte a través de la fiesta nacional. Tiempo atrás, el norteamericano y una de sus futuras esposas, Martha Gellhorn, recorrieron las trincheras buscando entrevistarse con soldados republicanos, pero.... «La única batalla que vio desde la primera línea fue la de Guadalajara, y cuando estaba a punto de terminar», señala Garvi.

En lo que sí acierta la leyenda es en que, Hemingway estableció su cuartel general en el desaparecido hotel Florida junto a personalidades como Errol Flynn, Dos Passos, Saint-Exupéry y Orwell. La capital le serviría de inspiración para «Adiós a las armas», «Por quién doblan las campanas» y «Hombres en guerra». En nuestro país vivió su cénit como autor, pero también su declive personal. Después de la Guerra Civil no supo sentar cabeza. Fue de esposa en esposa en busca de alguien que compartiera sus inquietudes literarias, pero que no le hiciera sombra. Después cubrió la Segunda Guerra Mundial y afirmó, faltando a la verdad, que había sido de los primeros en liberar París de los nazis.

Los años posteriores a es contienda le granjearon más desgracias. El matrimonio con su última mujer, Mary Welsh, se transformó en una pesadilla llena de discusiones y embriaguez. Uno de sus hijos quedó malherido en un accidente de coche y, en 1951, fallecieron su madre y una de sus ex esposas más amadas, Pauline. Amante de las buenas comidas (en el madrileño bar Chicote aún se le recuerda), no tardó en verse doblegado por el sobrepeso y la hipertensión. Además, sobrevivió a dos accidentes aéreos. Uno de ellos fue tan grave que la Prensa le dio por muerto y publicó su esquela.

Se retiró a Cuba para disfrutar de la vida y codearse con figuras como Ava Gardner –a la que empujaba a bañarse desnuda–. Allí, presumía, podía beberse hasta dieciséis copas sin caer redondo. Pero, harto de su vida depresiva en la isla, en 1960 regresó a Estados Unidos. Con un precario estado de salud, su esposa le internó en la Clínica Mayo, donde le aplicaron el poco recomendable electroshock. El remedio fue peor que la enfermedad y cuando recayó en la bebida tuvo que medicarse para paliar la hipertensión, las complicaciones hepáticas, su arteroesclerosis y el hereditario mal de la hemocromatosis.

Pero... ¿cómo era su estabilidad mental? El doctor Christopher D. Martin, del Departamento de Psiquiatría del Baylor College, diagnosticó que el Nobel sufría lo que hoy se conoce como Trastorno Afectivo Bipolar. El galeno situaba la raíz de los desórdenes en un trauma que sufrió de pequeño: su madre lo vestía de niña y lo llamaba con el apelativo femenino de Dutch Dolly. Además, su padre era un hombre agresivo que trataba con desprecio a los hijos. Por tanto, Hemingway detestó siempre a su madre, y cuando su padre se suicidó de un disparo en la cabeza, no dudó en señalarla como culpable.

Se creó un personaje a medida, con el que encarnó un paradigma de virilidad. Lo dejó dicho Zelda, la lúcida esposa de Scott Fitzgerald: «Nadie puede ser tan varón». De hecho, la biografía de Mary V. Dearborn revela la fascinación del escritor por la androginia y sus fantasías sexuales con los cortes de pelo: solía pedir a sus compañeras que lo llevaran lo más corto posible, mientras que él se lo dejó crecer y llegó a teñírselo de rubio y caoba. Pero, ¿fue Hemingway un homosexual reprimido? Según Dearborn, fue «queer» (de género ambiguo). Superó el hecho de definirse como gay.

Dio la vuelta a las expectativas que se tenían sobre la identidad y el comportamiento de hombres y mujeres. En su novela póstuma e inacabada, «El jardín del Edén», el alter ego del autor pedía a su mujer que se cortase el pelo y luego lo sodomizara con un consolador, ejercicio que Hemingway habría practicado con Welsh. Para Dearborn, esas fantasías «no hablaban de homosexualidad ni de travestismo, sino de adoptar el rol femenino durante el acto sexual». Abundando en este tema, Paul Hendrickson –otro de sus biógrafos– nos describe la difícil relación con su hijo menor, Gregory, que practicó el transformismo y terminó cambiándose de sexo a los 63 años.

Murió como Gloria en una cárcel para mujeres en Florida, en la que acabó por practicar exhibicionismo en la vía pública. Una vez, cuando era pequeño, Hemingway –el hombre que literaturizó el enfrentamiento en los ruedos de los cuñados Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez– lo sorprendió probándose las medias de su madre y le dijo: «Tú y yo venimos de una extraña tribu».