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Albert Boadella: “La de ahora es la generación de los consentidos”

El performático director de teatro disecciona en su libro “Joven, no me cabree” las derivas ideológicas identitarias hacia las que ha virado la izquierda y analiza las consecuencias estructurales de la modernidad a través del diálogo con un prototípico universitario contemporáneo
Shooting / Miquel GonzalezShooting / Miguel González

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Solo Albert Boadella podía permitirse hoy en día una crítica tan abierta y desprejuiciada, casi un rapapolvo, sin complejos ni paños calientes, a la progresía mojigata, adanista y tuitiva («una generación de consentidos») que rechaza tanto el mérito como el esfuerzo, la experiencia y la tradición. A través de las páginas de «Joven, no me cabree» (Ediciones B), un Boadella, mayéutico y mordaz, mantiene con el prototípico universitario contemporáneo, activista a tiempo completo, un diálogo impagable. Uno que nos hubiese gustado mantener a cualquier de nosotros de ser capaces, por un lado, de sacar a un progre de la consigna de chapa y camiseta y arrastrarlo a la discusión, en su gloriosa segunda acepción; y, por otro, de contar con la fascinante biografía de Boadella y sus lúcidas reflexiones.
Retrato perfecto de la brecha entre el creer y el saber, entre la reacción y la acción, entre la fe y la razón, «son en realidad una especie de memorias encubiertas», explica el dramaturgo. «Yo tengo ya 79 años, no tengo ningún tipo de miramiento ni de complejo en decir lo que me pasa por la cabeza. Las cosas que digo estoy muy seguro porque las he sufrido, las he comprobado y las he disfrutado. Incluso cuando disparo contra la cultura de Estado en un momento dado, de la cual yo formé parte durante ocho años de mi vida. Y no hay mejor cuña que la de la misma madera. Lo conozco a fondo y he podido valorar si era más positivo o más nocivo. Nos hemos metido los artistas en un berenjenal y no nos damos cuenta de que nuestras libertades han sido tocadas. Lo que he tratado es de derribar ciertos mitos: la excusa de la modernidad, por ejemplo. Esta modernidad no deja de ser el impulso compulsivo de derribar el pasado, no solo el de hace 2.000 años o 500. También el de hace tres meses. Esa patología es nefasta en todo y también lo es en las artes. Por eso me atrevo a pronunciarme sobre cosas tan serias como la diferencia entre el Museo del Prado y el Reina Sofía, la muerte y la vida: el tanatorio de las artes plásticas y la vida que existe en cosas que hace 500 y 800 años se hicieron y siguen vivas».
¿Y cómo hemos llegado a esta situación?
Para nosotros era muy alejado este puritanismo. Habíamos vivido la inquisición, pero no el puritanismo. La sociedad americana y sus universidades han importado y reafirmado esta historia, que es más peligrosa que la censura de la dictadura que nosotros habíamos conocido. Porque con la censura uno sabía lo que había, no había engaño: ellos nos dejaban muy claro lo que se podía y lo que no se podía hacer, y nosotros tratábamos de esquivarla con ingenio. Pero esto de hoy es de una enorme perversidad. Y nos encontramos con que la versión que tenemos en España de todo este mundo puritano es muy fanática. Aquí lo que ha ocurrido es que, una vez la derecha ha asumido todos los avances sociales (ningún partido de derechas discutiría hoy la necesidad del subsidio de desempleo, de la sanidad pública o de la escuela pública), la izquierda se ha encontrado sin espacio. Y ha tenido que recurrir a las ocurrencias para distinguirse, pensando más en que no gusten a la derecha, en cabrearla, más que en su utilidad. Eso sería leve si no legislaran, si fuesen solo costumbres. El problema es que ahora están legislando y eso sí es preocupante.
¿Es entonces la política del momento reflejo de esta sociedad?
Hay sin duda un reflejo. Tenemos de presidente a un tipo que representa la moral imperante mayoritariamente hoy en España. Esa moral en la cual uno puede decir hoy una cosa y mañana la contraria y no pasa nada. Una apología del morro, de la caradura. Representa a unos millones de personas. Pero este hombre no es un excepción. Representa a toda una generación y a este lado absolutamente amoral, que no inmoral (aunque los amorales a veces también hacen cosas inmorales), que tiene mucho predicamento y es, yo creo, una constante en nuestro entorno. La palabra hoy no tiene ninguna importancia. Y tampoco la dignidad, aquello que llamábamos amor propio y que a uno no le permitía hacer determinadas cosas, no ya por lo que se era sino por una idea mejor de lo que se podía llegar a ser.
En el libro es uno de esos progres su interlocutor.
Elijo esa situación, sí, la del joven que viene a verme porque yo he sido transgresor. Lo que implica que ya no lo soy (él me trata de facha) y está obsesionado con la transgresión. Si hiciéramos su cuadro psíquico es el clásico progre, tiene todos los tópicos. Y seguramente no cambie de idea al final del libro, no se habrá hecho de derechas, pero acepta la fuerza de la tradición y aquellas que emanan del sentido común. El libro es optimista en eso. Creo que la conclusión está en el sentido renacentista del término «transgresión». A él le pongo el ejemplo del renacimiento, cuando en el medievo la gente más avispada de la época se da cuenta de que es necesario mirar hacia atrás, recuperar cosas del pasado. Y se va 1.300 años atrás, a la Roma clásica. Y se hace en las artes y se hace en la filosofía. Yo le digo a este joven que la transgresión y la revolución está en mirar hacia atrás y tratar de recoger las mejores cosas que allí tenemos. Un poco en esta filosofía de que la vida no es una línea ascendente, sino ondulante. Y yo creo que, en muchas cosas, hoy en día, estamos en el tramo descendente de esta ondulación.
Se entabla entre los dos un diálogo que hoy en día, fuera de esas páginas, parece impensable.
Yo creo que el morbo de escuchar al que piensa diferente existe y eso es lo que mueve a este chaval. Sus mentores le han dicho que Boadella es un hijo de puta pero que alguna cosa sabe de teatro. La atracción que ejerce el convencimiento, que no el fanatismo, a través de la experiencia tiene una fuerza y una atracción. Yo la he sentido por gente que es contraria a mi forma de pensar, pero su convencimiento ha actuado como un imán para mí. Así que sí creo que el diálogo es posible, aunque solo sea por eso.
Pero la libertad de expresión no se encuentra en su mejor momento…
Hay una enorme limitación de la libertad de expresión, incluso dentro de los círculos familiares y de amistades. No digamos ya en mi tribu. Se impone la corrección del momento, todo el mundo está muy dispuesto a sentirse ofendido. Y vemos constantemente a las figuras importantes de la radio o la televisión actuando como predicadores, impartiendo moral impúdicamente. A mí me recuerda a las misiones de mi infancia, a aquellos curas muy bien entrenados en la retórica, en la forma de hacer sus discursos.
¿Y el humor?
El humor es el mejor antídoto contra el fanatismo. Porque el humor establece distancia. En cuanto se practica, incluso en tu propia vida, te pones lejos de ti, que es un ejercicio terapéutico increíble, como la risa sobre uno mismo.
¿Hay esperanza entonces?
Esperanza hay. Por eso el libro es optimista: el alumno reacciona y reconoce las cosas positivas, e incluso agradece la doma. La palabra no es baladí, está minuciosamente elegida: es lo que las nuevas generaciones no tienen. No la han tenido en casa, ni en la escuela, ni en la universidad. No han domado los instintos ni los impulsos del género humano. Hay un disparo muy directo a una generación que es la que estamos sufriendo ahora en el mundo de las administraciones públicas y la política. La anterior generación estaba educada en el esfuerzo y en la dificultad, y eso da unos resultados. Esta es una generación de cristal, la generación de los consentidos. Hay que buscar un renacimiento. Sin revoluciones, porque lo peor de las revoluciones son los contrarrevolucionarios, que lo destruyen todo. Yo soy optimista y el libro es totalmente optimista, pero lamentablemente en esta forma de pensar y de actuar somos minoría. Los que estamos en esta tesitura sentimos una cierta soledad que a mí, con el tiempo, se me ha hecho mayor.