El plan oculto de los nazis detrás de la quema de libros
Los nazis no solo destruyeron libros, también saquearon las bibliotecas europeas para aculturar a la población, justificar el Holocausto y expandir su ideología aria. Anders Rydell lo cuenta en su ensayo “Ladrones de libros”
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El 10 de mayo de 1933, los nazis prendieron una hoguera en la Opernplatz de Berlín y avivaron sus llamas con las obras de aquellos autores que consideraban «no alemanes» y agentes corruptores de la pureza de la lengua germana. El acto estremeció al mundo y se convirtió desde el primer momento en uno de los símbolos de la barbarie cultural del Tercer Reich. En la actualidad, el resplandor de aquellas piras todavía pervive en nuestro imaginario como una esclarecedora metáfora de lo que son capaces de hacer los totalitarismos y el acto que ya anticipaba los vientos ideológicos que conducirían al genocidio judío. Un episodio que, posteriormente, ayudó a dar rango de predicción al pensamiento que Heinrich Heine pronunció en 1820: «Donde se queman libros, al final también se quemarán personas».
Estas enormes fogatas, de calculada ceremonia y una meditada ritualización por parte del partido –destinada a un solo propósito: alentar el fanatismo de sus jóvenes adeptos, que lo percibían como el «bautismo ardiente» de una «Alemania renacida»–, contaba con peligrosos precedentes a los que, sin embargo, nadie ha prestado tanta relevancia como merecían, como la redacción de una lista negra de escritores que publicó el diario «Völkischer Beobachter» en 1932; una nómina de literatura «digna de ser quemada» que comenzó con doce nombres y las firmas de Lenin o Trotski y acabó ampliándose a 131 personas y que incluían a Bertolt Brecht, Erich Maria Remarque o Walter Benjamin; la purga del cuadro docente de los colegios para adoctrinar a los alumnos en la dirección ideológica «apropiada» y el paulatino control, a lo largo de la década de 1930, de la industria editorial, una iniciativa que hizo que el Ministerio de Propaganda dirigido por Goebbels terminara controlando 2.500 sellos y 16.000 librerías y puntos de venta, una iniciativa que acabó concediendo al nazismo una victoria colateral imprevista: la autocensura de los escritores. Hitler había ganado.
A pesar de los títulos que circulaban bajo cuerda, la mayoría de los alemanes leían casi exclusivamente lo que el partido auspiciaba. Y esto era crucial, porque los nazis consideraban la literatura «un medio de comunicación masivo para sentar y difundir la visión fascista del mundo». Formaba parte de su gran programa para «nazificar» a las personas y, también, a autores prestigiosos dando una visión tergiversada de ellos, como ocurrió con Goethe.
Las fotografías que todavía se conservan de la quema de libros, que dan testimonio de las docenas de individuos que estuvieron dispuestos a destruir su propia cultura (en Berlín se reunieron cerca de 40.000), ha tenido una consecuencia imprevista. Su espectacularidad, y el asombro que despiertan en nosotros, nos impiden ver con claridad las oscuras intenciones que existían detrás de estas hogueras nocturnas. A pesar de los cientos de títulos que acabaron convirtiéndose en cenizas, la realidad es que los nazis saquearon numerosos fondos de bibliotecas, la mayoría procedentes de organizaciones políticas y personas que eran consideradas enemigas del pueblo alemán con el propósito, no de destruirlos, sino de atesorarlos. Pero, ¿con qué motivo?
La quema de libros solo es la punta más visible del plan que perseguían los nazis, como revela el historiador Anders Rydell en su monografía «Ladrones de libros» (Desperta Ferro), unas páginas que describen cómo los nazis no solo desvalijaron las salas de los museos, sino también el patrimonio bibliográfico de docenas de instituciones y personas, aunque este episodio aún esté rodeado de hermetismo y vergonzosos silencios. Estas obras, al revés de lo que sucede con el arte, no han sido devueltas a sus legítimos propietarios y yacen sin catalogar en docenas de bibliotecas. Los nazis requisaron millones de libros y los guardaron con celo. Como afirma el mismo Rydell, «no eran los bárbaros culturales que parecían ser ni tampoco eran antiintelectuales».
No fueron, pues, unos burdos ignorantes que se dedicaban a quemar libros sin más. Lo que en realidad tramaban era algo de contornos más siniestros, perversos y peligrosos para el conjunto de la humanidad: «Lo que pretendían era crear una nueva intelectualidad que no estuviera basada en valores como el liberalismo y el humanismo, sino más bien en la nación y la raza. No estaban en contra de los profesores, investigadores, escritores y bibliotecarios; querían reclutarlos y formar un ejército de soldados intelectuales e ideólogos que, con sus plumas, tesis y libros, lucharan contra los enemigos de Alemania y del nacionalsocialismo».
Derrotar al enemigo
El asunto es cómo podían conseguir las metas que se habían propuesto. Y aquí es donde entra en juego la palabra escrita. «Los libros no serían las víctimas, sino las armas», sugiere este historiador. Y apostilla: «Los nazis querían derrotar a sus enemigos ideológicamente, además de en el campo de batalla: esa victoria perduraría mucho después de la muerte, de los genocidios y el Holocausto, no solo como destrucción, sino como justificación de sus actos».
Como expone este investigador, detrás de esta estrategia estaban las mentes de Goebbels, Himmler y Rosenberg. Sobre todo, estos dos últimos, que «lucharon con furia por hacerse con las bibliotecas y los archivos de Europa. Sus dos organizaciones respectivas llevaron a cabo importantes operaciones de saqueo durante la guerra con comandos especiales y oficinas locales establecidas desde la costa atlántica en el oeste hasta Volgogrado en el este».
Uno de los objetivos era disponer de una lista de argumentos y pretextos que respaldaran, de cara al futuro y como explicación para las generaciones venideras, el exterminio de los judíos. Para llevar a cabo este propósito debían leer toda la literatura escrita de este pueblo y encontrar los motivos que pudieran emplear como coartada para exonerarse y autoexculparse de los asesinatos masivos que estaban cometiendo o que iban a cometer en los países que ocuparían en su avance. Algo que animó al robo de más de 1.000 grandes bibliotecas en Europa Occidental.
No solo buscaban la descontaminación del idioma alemán por parte de personas que el nazismo consideraba nocivas, y que era la razón que esgrimieron para encender sus fogatas. Ellos iban más allá. «Los nazis no aspiraban a la permanencia mediante el exterminio de la herencia literaria y cultural de sus adversarios; deseaban robarla, apropiársela y retorcerla, hacer que las bibliotecas y archivos, herencia y memoria, se volvieran contra sus dueños y poder escribir, ellos, la historia de sus enemigos. Esa fue la idea que suscitó el expolio de libros más grande del mundo», comenta este especialista.
Pero, como siempre, el nazismo siempre iba un poco más allá que el resto. Rydell comenta otra de las cartas que barajaban. «Según la visión del mundo de Himmler, las SS serían el bastión contra los enemigos de la ideología nazi. Si se adopta una perspectiva unilateral al investigar la relación de los nazis con la cultura se corre el riesgo de oscurecer algo aún más peligroso: el deseo de la ideología totalitaria de gobernar no solo a las personas, sino también a sus pensamientos». Los nazis no querían únicamente aniquilar la cultura. Lo que en realidad ambicionaban era la aculturación del mundo, la desaparición de cualquier oposición intelectual. Y la mejor baza que disponían para llegar a ese triunfo era quedarse con los principales focos culturales de Occidente: sus libros. Hoy, estos ejemplares, a pesar del tiempo transcurrido, aún no se han devuelto a sus propietarios.