El día que Al Capone cayó
En octubre de 1931, el denominado «rey del hampa» fue condenado por cinco de los 23 cargos de los que se le acusaba y fue sentenciado a 11 años de cárcel
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Al Capone carece del glamur o el carisma de otros delincuentes de la época como John Dillinger o la pareja formada por los criminales Bonnie y Clyde, convertidos en personajes románticos por el director Arthur Penn y el actor Warren Beatty en un célebre y exitoso filme que anticipaba la irrupción del denominado «Nuevo Hollywood» y que, a todas luces, no hace falta subrayarlo, ha deformado la verdadera historia de estos dos asesinos. Hasta Lucky Luciano, otro renombrado hampón, esta vez de la progresista Nueva York, ha visto dulcificada en ocasiones su imagen por las películas o las series oportunas que han visto en este mafioso cierto cariz mítico, aunque la realidad y la historia desmientan sin paliativos cualquiera de estas visiones. Pero «Scarface», un personaje revivido en «El blues del hombre muerto» (Alianza), uno de esos novelones que no está dando el gran escritor Ray Celestin, no cuenta con el apoyo de ningún director de cine ni tampoco posee o dispone de ningún talento o atractivo que haya dado pie a una liviana redención de su grotesca imagen y de los horrendos crímenes que cometió. Su leyenda siempre se ha deslizado por el entramado de las peores leyendas, esa que conserva las narraciones de violentos ajustes de cuenta, venganzas sangrientas y matanzas que todavía hoy resuenan en la cultura popular como la que ordenó ejecutar el día de San Valentín: un ajusticiamiento contra algunos de sus rivales que se cometió al monótono y acompasado ritmo de las ametralladoras Thompson.
El denominado «rey del hampa», el creador del «Sindicato del crimen», fue condenado en octubre de 1931 por cinco de los 23 cargos de los que se le acusaba y fue sentenciado a 11 años de cárcel en una prisión federal. Un dictamen que, sin embargo, no pudo apoyarse por los delitos de sangre que había cometido a lo largo de su trayectoria, sino por evasión de impuestos. Queda bonito pensar que Elliott Ness y sus intocables, elevados a leyenda por aquella cinta protagonizada por Kevin Costner y Sean Connery, tuvieron mucho que ver en la caída de este gigante de los negocios ilegales y amigo de dar matarile, por las buenas y a la primera de cambio, a cualquiera que se interpusiera en su camino. Pero la realidad es que acabaron ajusticiándole por el cabo menos inesperado: los impuestos. Y hubo suerte.
Al Capone no resultó jamás un tipo no demasiado fino ni tampoco demasiado inteligente. Llegó a capo porque su hermano Frank, un fulano con la sangre más fría y la cabeza más templada y espabilada que él, se lo ventilaron en un mal día en un descampado después de meterle una ventolera de tiros en la pechera y llenarle el garlochí, el corazón en la noble lengua calé, con más virutas de hierro que una siderurgia. Pero a pesar de no gozar de grandes dones en la sesera, el hombre tampoco era tonto y estaba al corriente de que, si andas metido en embrollos de pasta, lo que más conviene es tirar de testaferros y otros trucos apropiados del birle de guante blanco. Le salió bien la cosa y ni siquiera los listillos de la hacienda pública consiguieron darle caza. Por lo visto, el pillo se había agenciado los servicios de un prenda muy espabilado en encubrir números y nombres, un tal Edward J. O’Hare, un asesor con una cabeza privilegiada para esta clase de asuntos. En el fondo, este hombre, apenas conocido, trabajó como agente infiltrado de la policía. Era uno de los espías que tenían dentro de la banda los muchachos de uniforme azul y con la placa de la Ley en el bolsillo. Un agente de la Unidad de Inteligencia de la división de Investigación Criminal, Frank Wilson, dio con los primeros recibos que involucraban a Al Capone, en el mundillo de entonces conocido solo por Al, que es más cercano. Pero sin O’Hare, la verdad es que Wilson no hubiera descifrado nada y los agentes no hubieran podido poner al mafioso ante un tribunal.
Al Capone moriría en la cárcel, donde nunca soñó, de él nos quedaría el eco de un mafioso con muy mala prensa, al contrario que otros de sus colegas. Una reciente biografía de Deirdre Bair, «Al Capone. Su vida, su legado y su leyenda» (Anagrama), trató de humanizar un personaje que, de entrada, da bastante dentera. Resaltó aspectos que habían permanecido oscurecidos o en segundo plano y que le alejaban de su mito de hombre/bestia, como el hecho de que dispusiera de un hermano que emprendió una cruzada contra el alcohol (de donde provenían las ganancias de Capone), que en el ámbito familiar resultara un marido humano y comprensivo o que hubiera apoyado un comedor social para ayudar a los hambrientos y necesitados durante la Gran Depresión, una práctica bastante habitual entre las mafias: siempre intentan congraciarse con las clases pobres y desfavorecidos para tener su apoyo, como se pudo ver en Italia durante el confinamiento, cuando se dedicaban a repartir comida entre los abuelos y otros desposeídos. Pero que nadie se engañe: gente así no hace nada de manera gratuita, lección que nos enseñó Marlon Brando en esa gran ópera humana que es «El Padrino», película, por cierto, donde se usó la palabra «mafia».