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El tiro que Fraga pegó a la hija de Franco

En una montería, una perdiz voló demasiado bajo y el tiro del ministro acabó en el trasero de la joven Carmen: afortunadamente no hubo castigo por parte de su padre
Manuel Fraga fue elegido presidente del Partido Popular en el comité de refundación de 1989larazon

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«Ambrosio, detente en esta tienda de caza», dijo el ministro. «A sus órdenes, don Manuel», contestó servicial el chofer de Fraga. A la puerta esperaban dos tipos con gafas oscuras. Uno a cada lado. Al fondo, el dueño aguardaba firme la entrada del mandamás de Información y Turismo. Corría el mes de enero del año 1964, el tropecientos Año Triunfal en la nomenclatura franquista. El Caudillo había invitado a Fraga a una cacería en Mudela, Ciudad Real. Cualquiera le decía al dictador que no sabía ni coger un arma, o que no distinguía un faisán de una perdiz. Además, Franco utilizaba esas monterías para reunir a lo más granado del régimen.
«Buenos días. Necesito todo para la caza», soltó Fraga mirando las cabezas de ciervo y jabalí colgadas en la pared. El gallego se balanceó sobre sus pies y esperó la respuesta del tendero. «Por supuesto, Sr. Ministro, faltaría más», contestó el susodicho al tiempo que se movía por el establecimiento. Al poco, el vendedor sacó una chaqueta teba y un pantalón a juego con unas botas altas tocadas con una borla en el cierre. Para entonces Fraga ya se había quedado en ropa interior, con unos calzoncillos de vuelo gentil, y una camiseta blanca adherida a su carne gallega como el envoltorio de una magdalena. Entró en el vestuario, y a los dos minutos salió. «¡Está imponente, Sr. Ministro!», exclamó el tendero con una expresión de sorpresa. «Todo es poco para el Caudillo. ¿No tiene algo más distinguido? ¿Algún tocado que me resalte o que muestre mi entrega a la caza?», preguntó el responsable del «Spain is different».
El vendedor apareció con un sombrero verde de campo que exhibía una enorme pluma de gallo recogida con un pico de plata. «¡Espere!», gritó Fraga. El hombre se quedó paralizado. Los dos escoltas se acercaron. «Esto es magnífico. Muy inglés. Gran acierto, amigo, gran acierto». Y ahí quedó todo. Los guardaespaldas recogieron la compra y marcharon a la residencia de Fraga.
El día siguiente, 1 de febrero, amaneció claro y frío. El ministro se levantó pesaroso. No había tenido una buena noche. «Carmen, teño un mal presentimento, muller», dijo sentado al borde de la cama. «Non te preocupes, Manolo. Estara moi ben», animó la esposa. El gallego se vistió delante del espejo. Parecía una de esas estampas pintorescas de álbum infantil, o mejor, de folleto para turistas. Tuvo entonces una idea. ¿Por qué no hacer una campaña con fotos de lugares exóticos, con un joven apuesto o una mujer de buen ver? Se lo diría al Caudillo en la primera ocasión. Ya estaba más animado.
La campiña de Mudela era ideal para una montería. Cuando Fraga llegó ya había un nutrido grupo de buenos autos oficiales del parque móvil con su correspondiente servidumbre. Al fondo se veía a los ojeadores provistos de varas para obligar a las perdices a alzar el vuelo. El ministro de Información fue colocado entre Franco y su hija, la joven Carmen. Al rato, Fraga se dio cuenta de que aquello no iba bien. Las perdices subían por los aires y los acompañantes habituales del dictador las hacían bajar al primer tiro. Reían y alardeaban mientras miraban de reojo al advenedizo ministro. «¿Quién se cree este tipo?». «Míralo, ahí, tan estirado, el catedrático». «Está haciendo el ridículo. No acierta ni una». Todo esto oía en su mente el pobre don
Manuel.
Salió de repente una perdiz en vuelo bajo, cerca, casi como en sacrificio. «Es la mía», pensó Fraga. Cerró los ojos y disparó. Al estruendo le siguió un «Ay, me ha dado el muy gañán». La partida de caza se detuvo. Todos los oligarcas se arremolinaron en torno al trío que formaban Fraga, Franco y su hija. La mujer se retorcía de dolor en el suelo, que con sus manos se sujetaba el culo, que echaba humo. Los ojos de don Manuel se salieron de sus órbitas. «Dios. El presentimiento. La he matado». Un ojeador se arrodilló delante de la hija del dictador. «Quia, es una perdigoná en las posaderas, Su Excelencia –anunció dirigiéndose a Franco–. Sobrevivirá».
Por la mente de Fraga pasó su vida como un documental. Esas tardes en Villalba esperando que papá y mamá volvieran de Cuba. La abuela y el arroz con leche. Aquellos días entre libros en la biblioteca de la Universidad de Santiago. La victoria sobre Tierno Galván en la cátedra de Valencia. La boda con Carmen. Sus cinco hijos. Y ahora todo llegaba a su fin. Había disparado a la hija del Caudillo. Todos miraban a Franco esperando que lo condenara a prisión, o que lo fusilara allí mismo. El dictador abrió la boca y soltó fríamente: «Quien no sepa cazar, que no venga».

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