Suicidas, toxicómanos, dementes y otros escritores
Partiendo de una premisa autobiográfica, el nuevo libro de Toni Montesinos aborda las biografías de literatos presididas por el malditismo hasta los extremos más inusitados: alcoholismo, tendencias suicidas y toneladas de fracaso hacen genios de las letras
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¿Cómo abordar la lectura de un libro que ostenta esta escalofriante «dedicatoria» de autor: «En olvido de mi padre, que me destruyó para siempre»? Pues con la decidida valentía del lector que se asoma al abismo de una escritura del desencanto y la desesperación. Esas palabras figuran al frente de «La letra herida», del poeta, ensayista, narrador y crítico literario Toni Montesinos (Barcelona, 1972), un impresionante ensayo este sobre «Autores suicidas, toxicómanos y dementes», como detalla su subtítulo. Abre el volumen un sobrecogedor prólogo del autor con dramáticos referentes autobiográficos, revelando una infancia y adolescencia marcadas por la crueldad de un despótico padre y la tragedia de una madre prematuramente fallecida. A causa de esta dramática situación familiar se crea una solidaria complicidad entre el autor y los escritores abordados en el volumen, parias de la literatura, descastados heterodoxos, marginales del intelecto, enemigos de todo convencionalismo cultural y, en muchos casos, víctimas de esa brutalidad paterna.
Matar al padre
Estas páginas rezuman así la esencia de un furioso malditismo regido por un código moral de sensualidad, extravagancia, alcoholismo y transgresión. La sombra del sobrevenido final acechaba amenazante: «Tener esta vida llena de angustia y padecimientos me llevó a plantarme para qué seguir vivo. La tristeza y la desesperación habían maniatado todo lo que yo era». La freudiana propuesta de «matar al padre» para construir la propia personalidad cobra aquí el sentido de una catarsis reparadora, un lenitivo para las heridas del pasado. El suicidio (que como tema literario ya ha tratado el autor en «El gran impaciente») agrupa a varios de los más destacados escritores aquí reunidos y, entre la anécdota cotidiana y la trascendencia de tan impactante asunto, se reflexiona sobre esa pulsión aniquiladora y su variada casuística bajo la sombra de la expresión literaria.
Cesare Pavese acabará con su vida ingiriendo somníferos en 1950 a los 41 años; era el final de su permanente meditación obsesiva sobre la muerte («Vendrá la muerte y tendrá tus ojos», es uno de sus más conocidos versos), atormentado por desengaños amorosos, depresivas frustraciones y un acusado cansancio vital. Es un representativo caso de intelectual desubicado, insatisfecho con la propia labor creativa, angustiado por una visceral soledad; alguien superado por, como tituló a su imprescindible diario personal, «El oficio de vivir».
Yukio Mishima se hizo el «harakiri» en una espectacular ceremonia de la confusión, habiendo apresado antes a un general en su cuartel, arengado a un sorprendido público burlón desde un balcón y dándose muerte al ostentoso grito de «¡Larga vida al Emperador!». Tras tan atrabiliario final, en el que no faltó su consentida decapitación, se encontró una nota en su escritorio: «La vida es breve, pero yo quisiera vivir siempre». Acaso fuera esa la forma de alcanzar su particular eternidad, con un ritual tan estrambótico como lo fuera su propia existencia, sin que esa extravagante deriva le reste sus reconocidos méritos literarios. No podía faltar aquí Virginia Woolf, quien se sumergiría en las aguas del río Ouse con una piedra en un bolsillo de su vestido; era 1941 y tenía 59 años. Entre crisis nerviosas, visionarias alucinaciones y la intuida demencia, más que no querer vivir quizá lo que deseaba era no sufrir y huir definitivamente de una intensa perturbación del carácter.
En 1961, Ernst Hemingway, en la cumbre de su reconocimiento popular y valoración crítica, se disparaba un tiro de escopeta en la cabeza; Lillian Ross, periodista que le había conocido profesionalmente, escribía, como aquí se detalla: «Podía haber comprado a todas las mujeres del mundo, haberse ido a China o reservarse una habitación en el Ritz de París; podía haberse convertido en el Proust del pueblo. Pero no, nada de eso, lo que hace es matarse». El miedo al triunfo literario y social, o a su pérdida, puede engendrar también fuertes tensiones psicológicas que aboquen a la pulsión suicida, a la huida de una agobiante necesidad de superación intelectual.
Por el hueco de una escalera
El caso de Primo Levi es algo diferente; no pudo resistir su condición de superviviente de Auschwitz, la «injusticia» de continuar viviendo mientras otros que habían conocido aquel horror con él sucumbieron. Para dejar de sufrir se lanzó al hueco de la escalera de la finca en que vivía. John Kennedy Toole se mató con 31 años antes de ver publicada su desternillante novela «La conjura de los necios» en un definitivo acto de rebeldía ante su talento no reconocido, superado por la incertidumbre de desnortadas expectativas. Robert Walser murió en su último paseo por la nieve cerca del sanatorio suizo en el que estaba ingresado; hacía años que ya no escribía, aquejado de depresiones que acaso fueran un lento morir más o menos voluntario en el discreto anonimato de quien se cree alejado de la vida y ausente de la realidad.
Entre otros suicidas literarios, Montesinos no olvida el referente ficcional que da pie al impulso autodestructivo, de ascendencia claramente romántica: la muerte del joven Werther, con la que Goethe mostraba la definitiva desesperación amorosa. Vida(s) y literatura se confunden así en un vaivén de emociones inconformistas, rebeldes y angustiadas. Es el suicidio lo que sitúa a estos personajes, reales o imaginarios, ante la marginalidad de su desarraigo social y cultural.
La dipsomanía literaria adquiere diversos perfiles creativos y encontramos en estas páginas una amplia casuística de esta especie de suicidio demorado. Malcolm Lowry ahogó en alcohol su insistente sensación de fracaso, recreando la propia angustia en el ya mítico ex cónsul británico en México de «Bajo el volcán», personaje consciente de su autodestrucción como una particular creación estética, anegado –como el autor– en una desolación sin límites. La generación beat, con Jack Kerouac y Allen Ginsberg a la cabeza, se sumergirá en una borrachera de drogas, contracultura hippie, budismo zen, sexo libre y vagabundeo incesante en lo que no era otra cosa que la búsqueda obsesiva de la libertad vertida en pura literatura.
Raymond Carver, quien dejaría atrás su adicción al alcohol, supo captar, deambulando por trabajos ocasionales y sórdidos paisajes, bajo la reconocida influencia de Chejov la aparente banalidad de lo cotidiano y su insospechada trascendencia en las vidas cruzadas de bien trazados personajes. Quizá sea Charles Bukowski, profundamente admirado en este libro («Sigue siendo el rey de la cultura underground, de la rebeldía, del spleen y del erotismo literario moderno»), el claro ejemplo de escritor que asume y difunde su condición de borracho lúcido, contestatario, trangresor de normas sociales y convenciones estéticas. Su alcoholismo decidido y vocacional genera, en el marco de la fascinación por la música clásica, los ambientes marginales y la sexualidad desbocada, una literatura de irónico desarraigo. Y también encontramos a quienes se bebieron la vida, intoxicados con su propio vanidoso y brillante intelecto, como Truman Capote; en su mundo ingenioso y desinhibido la dipsomanía actuó como fiel acompañante de su pose de ocurrente conversador, al tiempo que activaba una estilística de calculada frivolidad. En muchos de los escritores que protagonizan este volumen de adicciones y desarraigos (donde también se encuentran Anne Sexton, Nietzsche, Pessoa, David Foster Wallace y Hunter S. Thompson, entre otros) la figura de un padre despótico, autoritario o directamente agresivo marcará dramáticamente su personalidad, creando un desequilibrio que se verá reflejado en su mejor literatura. Toni Montesinos ha logrado un libro ameno pese a la dureza de su tema, perfectamente documentado con una extensa «bibliografía herida», resuelto con un rigor crítico nada complaciente y motivado por una desgarradora experiencia personal; con sus propias palabras y refiriéndose a su juventud: «Había descubierto tanto una forma de autodestrucción como de consuelo. Era como la literatura». Acaso esa sea la clave: el arte en tanto eficaz fórmula de redención y relativo olvido del pasado.