Literatura
La próxima Capilla Sixtina será un videojuego
El ensayo "El siglo de los videojuegos" (Arpa) de Borja Vaz y Jorge Morla pone el foco en lo videolúdico como el medio más relevante de la cultura contemporánea
Hace unos días, eones en esto de Internet y las redes sociales, el «streamer» Ibai Llanos sorprendía a propios y extraños afirmando, con muchos matices, que no le gustan los videojuegos. Decía en su canal de Twitch el vasco, quizá el español más conocido allende nuestras fronteras le pese a quien le pese y le de a usted igual o no, que a él lo que le gusta es la competición, el deporte, acaso, que tangencialmente se desarrolla a partir de los videojuegos (normalmente de disparos y en primera persona). Las airadas reacciones por parte de esos mismos «propios» que lo veían sacrílego, y esos mismos «extraños» que no podían dejar de relacionar a Llanos con la tribu cerrada del mando, ejercen de radiografía perfecta e inmediata de la importancia del medio como expresión.
Da igual que a un «streamer» relevante le gusten o los videojuegos, o siquiera importa qué entiende por videojuego, lo realmente importante es entender que un medio que apenas tiene unas décadas de existencia masiva ya es capaz de escindirse de esa manera, entre lo casual y lo «hardcore», entre la cultura alta y la popular, y provocar un debate real y tangible. Los videojuegos no solo son cultura, sino que, probablemente, son el medio cultural más importante y más interesante a explorar en nuestro tiempo.
Mitos y condescendencias
Esa tesis, que en lo económico es empírica (lo videolúdico facturará en 2023 unos 220.000 millones de euros, varias veces lo que el cine, la música o la literatura juntos) y en lo filosófico va camino de lo axiomático (desde «Candy Crush» hasta «The Last of Us», pasando por «Mario Kart», nada goza de una mayor salud de penetración), se extiende también hasta la coyuntura social, donde la batalla cultural entre lo neo-con fascista, lo «woke» y todo lo de en medio se pelea con mayor fuerza, y llega hasta lo geopolítico, con China o Arabia Saudí iniciando partida en mitad del guardado que durante años Estados Unidos, Europa y Japón han estado conservando como coto privado. Y esa tesis es también la que defienden, con suma brillantez, los periodistas especializados Borja Vaz y Jorge Morla en «El siglo de los videojuegos» (Arpa), ensayo en clave reivindicativa que ejerce de arsenal de argumentos contra la condescendencia que todavía encuentran los juegos como cultura.
Quienes mandan en los medios se ven incapaces de hablar de ellos, por puro narcisismo generacional
«A veces pienso que ojalá solo encontráramos esa condescendencia. Porque normalmente con lo que nos solemos topar es con una animadversión visceral, un odio inexplicable ante la mera mención de los videojuegos como medio cultural», confiesa Morla a LA RAZÓN, antes de que Vaz fije como punto de partida de la conversación el propio tema en la Prensa, donde lo videolúdico suele quedar reservado a los medios especializados, mucho más serviles: «Entiendo que, hace unos años, era más difícil comprender el potencial de los juegos frente a otras artes. Y eso hizo que no se les prestara atención durante veinte o treinta años. Por eso, y por una cuestión de mero narcisismo generacional, el medio se quedó atrás, fue expulsado. La gente que manda se ve incapaz de hablar de videojuegos, así que los margina. Pero es que, por otra parte, la industria tampoco ha sabido adaptarse a lo que necesitan los medios, porque tienen su raigambre en las empresas tecnológicas, mucho más herméticas en ese sentido», apunta.
Y es que es ahí, precisamente a través de la historia misma del medio como ente cultural relevante, de hito en hito, donde el ensayo de Vaz y Morla hace más ahínco y ayuda a comprender, tenga uno o no nociones, la isla en la que se ha convertido lo videolúdico como disciplina. Si uno entiende que Nintendo nació como empresa de naipes, puede ser capaz de procesar lo «amables» y «familiares» (sic) que suelen ser sus producciones; si uno entiende que el creador de obras de culto en el videojuego como «Disco Elysium» bebe más de Émile Zola o Vasili Kandinski que de cualquier autor del propio medio, entenderá el daño que ha hecho el «gatekeeping» y la firma de empresa, el concebir el arte como capital; y si uno de verdad deja los prejuicios de lado y se atreve a indagar en la autoría de lo videolúdico, entenderá también por qué controvertidas figuras como la de Hideo Kojima (creador de la saga «Metal Gear») son capaces de poner a un auditorio en pie con apenas un anuncio de proyecto y una fecha, incluso siendo responsable de algunas de las más abominables representaciones de la mujer en el medio.
Un camino inexorable
Pero si esto fuera un juicio, que quizá sí lo es ante nuestra tendencia como sociedad a dictar sentencia, y aunque a Vaz no le agrade del todo la justificación constante en la que viven los juegos, la presentación de pruebas es de rigor: «Hemos comprado una cultura de la productividad, heredada de Sillicon Valley, que nos dice que los juegos también tienen que ser útiles o tienen que ayudar al desarrollo cognitivo para tener valor. Y eso es falso, porque un juego, sin esparcimiento, difícilmente es juego. Caer en la justificación de lo necesario, o lo útil, es comprar esa cultura de capitalismo voraz en última instancia», explica antes de que matice Morla: «Pero es que, aun así, está demostrado que los juegos ayudan al desarrollo cognitivo. Con datos científicos. Y no con informes de dudosa reputación como cuando hablamos de adicción o se los asocia a conductas violentas», completa.
Es en ese punto de la conversación, de manera implícita, cuando los fantasmas agorerosy amarillistas sobrevienen a los participantes como recuerdos de un segundo tour en Vietnam. Quizá porque la generación de Morla y Vaz tuvo que lidiar con atrocidades de rápida difusión, como la de los asesinatos cometidos por José Rabadán (conocido como "El asesino de la katana") que se achacaban, por la razón que usted elija creer más fantasiosa, a los videojuegos; quizá porque la inmediatamente anterior tuvo que ver como todo un Gobierno de Estados Unidos se ponía de rodillas frente a la censura, creando un código de calificación a raíz de la salida al mercado de "Mortal Kombat"; o quizá porque los tiempos de quien escribe están marcados por empresas del NASDAQ prefiriendo la auto-censura a un cerrarse el mercado asiático. «Es curioso cómo hasta la misma palabra, en español, no ayuda demasiado. En inglés, "play" es "jugar", sí, pero también es tocar un instrumento, actuar en una obra de teatro, reproducir una película... el "playwright" es el dramaturgo. Hasta en francés ocurre, con "jouer". En cambio en español hay quien todavía lo asocia a la maquinita del demonio», señala irónico Morla.
Está demostrado que los juegos ayudan al desarrollo cognitivo. Con datos científicos. Y no con informes de dudosa reputación como cuando hablamos de adicción o se los asocia a conductas violentas
Y entonces, ¿por qué está costando tanto romper esa barrera, muchas veces ideológica, para concebir los videojuegos como cultura? Hay ocasiones en las que se pone el foco en lo económico. Por poner un ejemplo: jugar al nuevo y esperado «Final Fantasy XVI», que se lanza la semana que viene, supone, como mínimo, un desembolso inmediato de casi 600 euros, entre la flamante PlayStation 5 y la propia copia. Está lejos de los siete o diez del cine, los quince del teatro o los treinta de un concierto. Es innegable. Pero también lo es que su disfrute se alargará más en el tiempo: «Si lo queremos medir como inversión en ocio, que tampoco me gusta mucho, pero entiendo el debate, pocos medios culturales te van a dar tantas horas por euro gastado como un gran videojuego. Una película o un partido de fútbol rondan las dos horas, mientras que un videojuego, fácilmente, puede llegar a las 80», explica. Y sigue: «Pero es que también se trata de un argumento que cae por su propio peso cuando analizas el éxito de juegos ‘‘freemium’’ o de acceso mucho más democrático, como "Minecraft", "Fortnite" o "Genshin Impact". Igual "Fortnite" no es el más cultural de la historia, ¿pero lo es el último gran estreno? ¿Dónde se están haciendo ahora las preguntas existenciales? ¿Dónde está el debate ético de masas? Es en los juegos. No hay un medio con un alcance tan grande entre las generaciones futuras para plantear esas preguntas como el videojuego».
Y así, tal y como en su excepcional ensayo, Morla y Vaz llegan a, quizá, el punto más controvertido de la cuestión: la figura del «gamer», la persona que juega. Estereotípicamente masculino, pero también estereotípicamente racista, machista, homófobo y acomodado en su concepción de lo que debe ser o no un videojuego, el «gamer» es aquí el dogma, el integrismo y las bajas pasiones: «Ese ambiente de crispación y de odio se da por dos causas. Primero, por la afición a la reacción airada, exagerada en redes sociales, donde están muy vivos los videojuegos, entre las generaciones que las consumen. Y luego, por esa cultura corporativa que las propias empresas han cultivado durante años y que les ha acabado explotando en la cara», explica Vaz sobre la conocida como «guerra de consolas», donde, como si de un partido de fútbol se tratase, los usuarios se alinean hasta ideológicamente con su marca en un cuadro completamente kafkiano (o randiano, si nos ponemos).
La accesibilidad, última gran frontera
Por no mencionar episodios como el «Gamergate» (previo al #MeToo y en el que se demostró que varias campañas de acoso y derribo contra mujeres creadoras en internet habían estado organizadas sistemáticamente) o el bucle constante de denuncias en el que llegaron a vivir empresas como Activision Blizzard, acusada de promover la cultura de la violación y el acoso dentro de sus filas. «Por suerte, esa gente cada vez tiene menos peso en las decisiones importantes, porque son pocos. El problema es que son muy ruidosos», explica Vaz. Y remata Morla: «Todo ese odio se mueve por lo identitario, por lo tribal, y por ahí van los tiros. Las nuevas olas de feminismo, por ejemplo, han provocado una ola más reaccionaria, anterior incluso a Trump, que jamás se había visto, y que se ha adueñado de los videojuegos».
Por si fuera poco, y mientras termina la entrevista y se redactan estas líneas, salta la noticia: James Cameron y Disney han decidido posponer el estreno de la tercera parte de «Avatar» hasta 2024. ¿Qué tiene que ver con los videojuegos? Todo. Absolutamente todo aunque las razones no sean oficiales. Al éxito de la secuela en cines de las pasadas Navidades, debía seguir el lanzamiento de «Avatar: Frontiers of Pandora», multimillonario proyecto de juego que enlazaría la segunda con la tercera entrega de manera canónica. El problema es que tanto la Casa del Ratón como el director de «Titanic» fueron a confiar para ello en Ubisoft, estudio francés enfrascado en una serie de problemas (financieros, de rendimiento, de acoso laboral) desde hace años que, después de retrasar varias veces el lanzamiento, acabó confirmando el pasado lunes que el juego verá la luz el 7 de diciembre de este año. No hay que ser demasiado listo para unir la línea de puntos, para entender que el proyecto transmedia de Cameron haría aguas (no hay chiste intencional) sin su juego y que este, como medio, es ya un camino inexorable que ni el cine más taquillero se atreve a intentar abreviar. No es que la próxima «El Padrino» vaya a ser un videojuego (que ya lo está siendo, y podríamos citar obras como «The Legend of Zelda: Tears of The Kingdom», «God of War: Ragnarok», «Elden Ring» o «Red Dead Redemption 2»), es que la industria busca ahora pintar su propia Capilla Sixtina con proyectos tan estimulantes, por ejemplo, como el inminente «Starfield» de Bethesda, que nos conmina a conquistar el mismísimo espacio en su complejidad.
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