Opinión
No salven nada, gracias
El programa ha llegado a su fin hoy después de 14 años en emisión
El final de «Sálvame» no ha sido el último capítulo de «Friends», no ha dado más pena que lo nuestro. Ha sido más parecido a la abolición de la esclavitud o de los ajusticiamientos en plaza pública: no sabremos que hacer sin eso en esa franja horaria una temporada, pero somos conscientes de que somos un poco mejores como sociedad. Hablo metafóricamente, claro, en cuanto a esclavitud y ajusticiamiento. No es literal, no me denuncien. Que mi abogado está de vacaciones. Esclavitud de los colaboradores, que pagan el peaje del despiece emocional, el exhibicionismo remunerado. El sillón tenía un precio y algunos estaban dispuestos a pagarlo. Ajusticiamiento por cuanto tiene de terapéutico para un público implacable el exponer a otros ante ellos, como un desfile de sentenciados diario al que gritar «puta» o «guapa» como en Roma se levantaba un pulgar o no se hacía. La barbarie, como la energía, ni se crea ni se destruye: solo se transforma.
Con el fin de «Sálvame» en Telecinco se cierra, de momento, a la espera de si va o no y de qué manera a Netflix, un modo de hacer televisión y lo hace por el hartazgo de su propio público. Han sido catorce años de trasladar a la televisión el abrir la nevera con quince años y gritar «mamá, no hay nada», y sacar lo primero que pillas, y zampártelo. Ya sea una croqueta reseca o una loncha de jamón de York. Porque no hay otra cosa aunque haya muchas. Eso era «Sálvame»: el no hay otra cosa brutalista que alimentaba el morbo de señoras aburridas y modernos con ansias de transgredir pero con red, glutamato monosódico para los sentidos. No lo sofistiquemos ni elevemos intelectualmente ahora, ya está muy visto ese «siempre se van los mejores». «Sálvame» ha sido lo que ha sido: casquería audiovisual con fuegos artificiales. Que está muy bien, cada uno se entretiene con lo que quiere. Pero ahí está el problema: que ya no quiere.
Me he tragado la última emisión de Sálvame. Que menos mal que no tengo vida, porque anular planes para ver «Sálvame», eso sí que da más pena que lo nuestro y que el último episodio de «Friends». Pero no es el caso. Me he tragado la última emisión de «Sálvame» porque alguien tenía que hacerlo y yo creo que mi jefe me tiene manía. Ha sido una autocracia de lomo y todos iban vestidos de blanco. Y esto es lo más relevante que puedo decir al respecto. Querían que no pareciese un funeral y han parecido una boda ibicenca. Una de esas donde se aplaude cuando se pone el sol y un poco de eso había para ellos. Porque, si algún mérito ha tenido Sálvame, aparte de aguantar catorce años, es dar relevancia a unos personajes secundarios que ni el mejor de sus sueños podría haber pensado que ser hijodé, exdé o cuñadadé podía tener algún mérito. A ver dónde los recolocan ahora que se pone el sol y ellos aplauden. ¿Netflix?
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