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Los sueños cumplidos de Ángela Portero: En la infinidad del océano

Los sueños cumplidos de Ángela Portero: En la infinidad del océano
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Después de dos días de temporal, por fin salió el sol. Ya no se veía la costa de Marruecos como en los primeros días de navegación. Superamos el cabo Sim, a ocho kilómetros de Essaouira y siguiendo el rumbo 235º a Las Palmas de Gran Canaria, empezamos a adentrarnos en el Océano Atlántico.

Llevábamos tres días navegando cuando perdimos la referencia de tierra. Entonces, todo lo que alcanzan tus ojos a ver es una enorme masa ondulante azul, enmarcada por la línea del horizonte, dónde confluyen el mar y el cielo. Por más que avistes por proa o popa, por babor o estribor, no hay un barco en el horizonte, ni una gaviota revoloteando. Estamos solos, mecidos por las olas, en medio de la mar y es inevitable la sensación de infinidad y vulnerabilidad. Uno se siente diminuto e insignificante ante semejante grandiosidad y al mismo tiempo, frágil e indefenso.

En proa, donde el sonido del motor no amortigua el de las olas, sintiendo el viento en mi cara y el suave balanceo del barco, el mar te hipnotiza. No siento miedo sino una intensa sensación de paz. El tiempo se detiene. Me siento muy relajada pero a la vez, llena de energía. El mar produce en mí un efecto tan hipnótico como terapéutico. Es curioso cómo, de manera inconsciente, ante esa inmensidad y profundidad, encuentras la paz mental y un inmediato bienestar. Mirando al mar, uno conecta con su yo y forzosamente reflexiona sobre su vida. El mar te escucha, el viento te habla y las olas parecen llevarse toda la negatividad que había en tu vida.

Pero también, a demasiadas millas de cualquier posibilidad de ayuda o rescate, uno no puede evitar pensar en la muerte. Si cualquiera de nosotros cayera por la borda, en apenas un minuto, habría desaparecido de nuestra vista. Si la caída se produjera de noche, en unos segundos, el mar te engulliría con su oscuro manto haciendo inútil la maniobra de hombre al agua.

Por suerte, en un catamarán, es más difícil caer al agua ya que existe mucho espacio exterior alejado de la borda y además, es mucho más estable que un monocasco. Aún así, nunca sale nadie solo a la cubierta cuando es de noche y siempre, estamos pendientes los unos de los otros. Te acostumbras a controlar dónde está cada uno de los tripulantes y no te quedas tranquila hasta que ves que están todos. A veces, después de cenar y ya noche cerrada, salía a cubierta a fumar un cigarro viendo las estrellas y no había dado ni dos caladas cuando ya Raquel salía a buscarme o empezaba a llamarme para confirmar que todo iba bien. Por lo general, todos tenemos muy presentes las cuestiones relativas a la seguridad aunque también es verdad que te relajas a medida que pasan los días navegando con el viento a favor y buena mar.

La vida a bordo de un catamarán

Lo más importante de la navegación es la previsión climatológica, la meteo. Cada dos o tres días, mediante un programa y una conexión a internet por satélite, se consultaba una previsión muy detalla y actualizada. Gracias a ella, puedes anticiparte a una tormenta, modificando el rumbo en caso necesario para evitarla. Una vez que se diseña la ruta y se marca el rumbo, el barco navega casi solo, gracias al piloto automático que puede trabajar en modo auto o en función del viento. Nosotros, como navegábamos con las velas y ayudados por el motor a todas horas, utilizamos el modo auto que se limita a seguir el rumbo trazado al puerto de destino. A excepción de las maniobras de cambio de velas o cuando se hacía necesario hacer un rizo, del resto de la navegación del Delizia se ocupaba el piloto automático.

Navegamos en un Lagoon 450 del año 2016, un barco muy fiable de casi catorce metros de eslora por ocho de manga. Es por tanto, un buque con muchos metros de cubierta útil, con gran superficie vélica, moderno, luminoso y muy cómodo. La principal ventaja de un catamarán sobre un monocasco obviamente es la menor escora y su amplitud que te hace la vida más cómoda a bordo, a la hora de cocinar, dormir o convivir. Otras ventajas son su gran estabilidad navegando, ya que ofrece una plataforma que no se altera por las olas pequeñas y mayor seguridad por la dificultad de hundimiento o volcado al disponer de dos cascos.

Para facilitar a los lectores la comprensión y evitar tecnicismos innecesarios, describiré nuestro catamarán haciendo un símil con una vivienda tradicional. Nuestra casa marina consta de una terraza (bañera) en la parte posterior (popa) protegida por un techo sobre el cual están los paneles solares. En ella la bañera hay una mesa que hace las veces de comedor de verano, alrededor de la cual hay dos sofás, pero que durante la travesía estuvo inutilizado ya que en su lugar había un depósito adicional de 500 litros de gasoil. A estribor hay una especie de gran sofá-cama. En la parte delantera (proa) tenemos otra zona de estar con un gran sofá tipo “chaise longue”, que nosotras llamábamos el chill out y que se disfruta especialmente al atardecer. Esta zona de proa no tiene protección frente a las inclemencias del tiempo, al contrario que la de popa que cuenta con una capota antirociones (especie de toldos de lona impermeable y plástico) que puede quitarse o ponerse por módulos según las condiciones climatológicas.

Saliendo por estribor, desde la popa, hay unas escaleras que comunican esta zona con el Flybridge, una especie de azotea desde dónde se puede gobernar el barco, pues consta además del timón y los mandos del motor, de todos los aparatos de ayuda a la navegación así como varios winches que permiten realizar las maniobras con las velas. La cubierta es cada una de las superficies (suelos) que horizontalmente dividen al barco en alturas. La cubierta principal está a la intemperie y en nuestro símil sería la parcela dónde se asienta nuestra embarcación o vivienda. Desde el Fly se accede a una cubierta superior dónde tenemos unas colchonetas grandes para tomar el sol.

Hablemos ahora del Cockpit, el interior de la vivienda. Nuestro barco que tiene una superficie construida que supera los 100 metros cuadrados cuenta con un amplio salón con cocina integrada y cuatro camarotes en suite con sus respectivos baños. Es muy luminoso gracias a los enormes ventanales que permiten una visibilidad de 360 grados y una excelente ventilación.

El barco es autosuficiente. Obtiene electricidad a partir de los paneles solares que nos permiten no escatimar en consumo eléctrico. Tenemos tres neveras y un congelador, un horno y cocina de gas, y además de todas las ayudas a la navegación, un sinfín de aparatos de alto consumo eléctrico como el microondas o la tostadora. Tenemos además una potabilizadora que genera 100 litros de agua dulce a la hora y potabiliza agua apta para su consumo. Sin embargo, excepto el Comandante Máximo que debe estar inmunizado, los demás bebemos siempre agua mineral embotellada, para evitar problemas de estómago. La posibilidad de generar agua dulce es un lujo que nos ha permitido ducharnos a diario y sin restricciones durante toda la travesía, exceptuando los primeros cinco días desde que zarpamos de Cabo Verde hacia el Caribe. La verdad que habíamos tenido mucha suerte: tanto el barco, como la compañía, era de lujo.

Descubriendo a nuestros compañeros de travesía: un ingeniero, un productor musical y un político.

Además de los innumerables riesgos que siempre implica navegar, si hay algo que puede complicar esta aventura es la convivencia con el resto de la tripulación. Hay que tener en cuenta que vas a compartir un espacio muy reducido con personas desconocidas, muy diferentes, con las que en ocasiones no compartes ni idioma, ni costumbres. Hombres o mujeres que tienen sus manías, sus virtudes y defectos, su particular visión del mundo y del mar, a las que tienes que adaptarte y sobre todo, respetar. Una especie de Gran Hermano en el que no te queda otra que ver durante 24 horas y durante casi un mes las mismas caras. Lo malo es que no tienes al Súper, pero el mar, las estrellas y el viento, son tus mejores confidentes.

Yo contaba con la ventaja de navegar con mi amiga Raquel, a la que conozco como a una hermana. Después de estar en GHVIP durante mes y medio, dónde la educación y el respeto brillan por su ausencia, la convivencia con ella y los navegantes italianos me pareció maravillosa. Estábamos con tres auténticos caballeros, atentos, educados, divertidos y siempre dispuestos a ayudar y a enseñarte con paciencia. Con los Gianes teníamos una complicidad especial, producto de la química que surgió desde el momento que nos conocimos en la marina de la Alcaidesa en la Línea de la Concepción. Nos preocupaba, tras la mala experiencia con el capitán turco, no tener buen feeling con el propietario del barco, pero el Comandante Máximo era también encantador. No tenía ninguna tacha, a excepción de su afición a los puros habanos y el uso excesivo del motor. A todo ello acabamos acostumbrándonos.

La tripulación estaba formada por dos experimentados regatistas: Gianluca, ingeniero y Giampa, productor musical, que habían accedido a ayudar desinteresadamente al Comandante Máximo a llevar el barco al Caribe. Aunque Gianluca ha cruzado varias veces el Atlántico, para Giampa era su primera vez. Los Gianes llevan navegando juntos desde que eran unos niños y después de un tiempo no tan unidos, el cruce del Atlántico suponía, una manera de recuperar el tiempo perdido, reencontrándose en el hábitat que más felices les hace: el mar.

El hecho de que todos nuestros compañeros de travesía fueran italianos facilitó mucho la convivencia. Hablábamos una mezcla de italiano, inglés y español, dependiendo de a quién nos dirigiéramos. Con el Comandante Máximo solíamos hablar en inglés, ya que le costaba entender el castellano. Con Giampa, que tiene su barco en Barcelona y ha estudiado un tiempo nuestro idioma, hablábamos prácticamente en español y con Gianluca, transitábamos entre los dos idiomas latinos. La verdad, que hay que reconocer que todos ellos hicieron un gran esfuerzo para no hablar en italiano, integrándonos siempre en todas sus conversaciones, exceptuando las más técnicas y marineras.

Cuando ya no quedaba mucho para llegar a Las Palmas llegamos a un acuerdo con los Gianes: nosotras les enseñaríamos a jugar al Mús y ellos nos darían clases de navegación. Se lo tomaron con enorme interés y dedicaron unas cuantas horas a hacer un programa de estudio muy completo: nomenclatura náutica (en 3 idiomas: inglés, italiano y español), nudos, maniobras, mecánica, trazado de rumbos etc...

Las clases marcaron la rutina del día a día. Por la mañana, los Gianes se levantaban un poco más tarde ya que hacían la guardia de 2 a 6 de la mañana, así que decidimos dejarlas para las tardes. Primero clases de navegación para aprovechar la luz del sol y después del atardecer, jugábamos al Mús en el salón. No faltaba tampoco el aperitivo antes de la cena, con un buen vino blanco o unas cervezas. Otras veces, enfrascados en la partida, caía un Martini o un Gin Tonic. El Comandante Máximo no participaba de estas actividades, prefería quedarse en su camarote durmiendo o leyendo. Sólo cuando oía que se servía el aperitivo o empezábamos a preparar la cena, subía y se unía a nosotros.

Con los Gianes no sólo hubo intercambio de conocimientos náuticos o lúdicos, sino también culinarios. Amantes de la buena cocina, grandes cocineros y gourmets nos enseñaron a preparar el pan y la pizza blanca, nos descubrieron los secretos de la pasta y aprendimos a hacer la masa de la pizza. Nosotras les transmitimos innumerables recetas como la del Marmitako, el pescado a la gallega, el cocido madrileño, el gazpacho o la tortilla de patatas.

Por la noche, después de cenar, Raquel y yo recogíamos la cocina y nos quedábamos con el Comandante hasta que finalizaba su turno de guardia a las dos de la mañana. Mientras él se fumaba un puro y apuraba un whisky, nos iba confiando su fascinante vida, reflejada en parte en un par de obras autobiográficos. Ante nuestra sorpresa, el Comandante Máximo era toda una celebridad en Italia por lo que me pidió que no revelara su verdadera identidad, autorizándome a contar algunas de sus vivencias que ha mantenido en secreto. Entre risas y confidencias íbamos descubriendo que nuestros compañeros de travesía eran no sólo un descubrimiento sino también una caja de sorpresas...