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Faena, “balconing” y platillos volantes: el fantasma del ladrillo recorre el Mediterráneo

«Magaluf Ghost Town» y «Espíritu Sagrado», desde el documental y la ficción, se apoyan en los espectros del Levante contemporáneo para epatar en la España del «boom» inmobiliario
La Razón
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  • Matías G. Rebolledo

    Matías G. Rebolledo

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Se ha convertido en chascarro, pero obedece a una realidad empírica: las casas del Mediterráneo no tienen paraguas. No llueve y, cuando lo hace, es de forma tan torrencial que no hay valiente que se asome a su portal. Ante la aquiescencia, estoicismo, parece decir la gente de una tierra sepultada en polvo de ladrillo y olvidada en fomento. De hecho, desde Elche (Alicante) hacia el sur, siempre se ha dicho que solo hay tres estaciones: el verano, el invierno y la de trenes. Sobrellevar el abandono o, si nos ponemos explícitos, la vergüenza, con humor, es quizá tan crucial para la dieta oriental española como el aceite de oliva y los tomates. Esa parece ser la tesis central de dos películas, «Magaluf Ghost Town» y «Espíritu Sagrado», que se estrenan esta semana y de manera extraordinaria usan el Mediterráneo como punto de partida para encontrarse con los fantasmas, espectros y hasta demonios de una parte de nuestro país que jamás ha tenido una voz hegemónica en la cultura.
Contra la condescendencia
«¡A Magaluf no hay que salvarla! Ya se salvará ella solita gracias su gente», responde meridiano y por teléfono Miguel Ángel Blanca (Sabadell, 1982), que presentó su película en el pasado Festival L’Alternativa de Barcelona. «Magaluf Ghost Town», sin embargo, comienza con una explicación ciertamente cómica: los ingleses, en su sobrevalorado sentido cómico, han bautizado a la localidad balear como «Shag-a-luf» («Follaluf», si lo acercamos desvergonzadamente a Cervantes). «Magaluf es un sitio en el que ocurren cosas muy especiales que el turismo de borrachera no nos deja ver. Y creo que la película ayuda a entenderlo, sobre todo cuando uno de los personajes, pese a lo que la gente podría pensar, reclama más sitios como Magaluf en el mundo», añade el director.
En su película, ejercicio clínico de eso que ya se ha consolidado como no-ficción pero que simplificamos en documental, nos trasladamos hasta la tristemente célebre ciudad para seguir el día a día de varios vecinos. A la sazón, una limpiadora de hoteles que se ve obligada a poner una habitación de su casa en alquiler, un adolescente gitano y homosexual que sueña con dedicarse a la interpretación, o un silente inmigrante subsahariano y pluriempleado, por el día como albañil y por la noche como trabajador del baño de una discoteca. El retrato de Blanca, eso sí, dista mucho del cine social que se antojaría a un realizador más apático, y el tono festivo de la ciudad posee la película desde sus primeros minutos de metraje: «¿Podrías decirnos cuántos “guiris” morirán por “balconing” este año?» se oye por la radio a un presentador, dando paso a un macabro sorteo real.
«Llegamos a la zona con la intención de hacer un documental mucho más social, sobre la problemática de un pueblo en el que existen seis meses de trabajo esclavo y seis meses casi en paro. Pero allí dimos con un ordenamiento urbanístico caótico y solo pensado para el turista y la juventud, que solo se prepara y crece en ese modelo de vida, estudiando para convertirse en un sirviente del turismo. Lo divertido fue darse cuenta de que lo menos importante era el “guiri”, y lo más el desayunar con las vecinas para preguntarse, “¿Qué tal tu portal esta mañana? ¿Tenía pis? ¿Vómito? ¿Sangre?”. Es un documental sobre ese levantarse y ver una hecatombe en la que vampiros o zombis salían a divertise», explica el director, antes de entrar en el tono explícitamente cómico y negro de su relato: «Es importante, porque le resta condescendencia al relato y lo acerca tanto a los protagonistas como al espectador. No quería representarles como víctimas todo el rato, porque es gente brillante en un sitio oscuro. Esa contradicción era clave, y estoy orgulloso por cómo hemos gestionado el costumbrismo en relación a la fantasía de personajes como Rubén. Él se inventa un relato místico sobre la isla, quizá para sobrevivir, pero también para entretenerse. Es capaz de inventarse un verano del amor en pleno caos».
Estética ilicitana
La película de Blanca, que no por lírica deja de ser crítica con un modelo que se ha demostrado insostenible, dialoga en cierto modo con el «Espíritu Sagrado» de Chema García Ibarra (Elche, 1980). Ambas películas, desde distintas formas, tonos y argumentos, y hasta de ciudades (Magaluf o Elche), dejan que el fantasma del ladrillo y su precariedad posea el metraje, que lo convierta en una manifestación obvia y pública de una España, ciertamente avariciosa, que quiso ser más de lo que podía permitirse. Todo el Mediterráneo, el Levante, o el eufemismo territorial de su predilección para llamar a esa zona olvidada por los políticos y cuna del salpicadero con keta, es ahora un no-lugar, una especie de punto medio entre la península vaciada y la que está a reventar, y una metáfora y lección viva del fracaso de un modelo de crecimiento.
Menos dramático, y bastante más didáctico, García Ibarra explica el protagonismo de su propia ciudad como un personaje más de la película: «Mucha gente la ha visto en festivales internacionales, y entienden el trabajo haciendo zapatos de una de las protagonistas, pero no todo lo que hay detrás de ese gesto, de esas bolsas de la faena en la puerta. Mi película es ultra-ficción, pero quería que tuviera un tono documental muy potente, con esos lugares que son reales, esas casas en las que apenas intervenimos estéticamente y esos acentos, como el de la Vega Baja», explica.
«Espíritu Sagrado», que así se llama el primer largometraje de un realizador que ya puede presumir de haber competido en Sundance, Berlín o Locarno con sus anteriores trabajos en formato más reducido, es una comedia negra. Nigérrima. Tras la repentina muerte del director de una asociación de aficionados a la temática OVNI y la desaparición de una niña –otro de esos eventos que, como en «Magaluf Ghost Town» , son capaces de atraer el foco mediático más carroñero–, la localidad ilicitana se transforma en el epicentro galáctico de una especie de advenimiento extraterrestre que, más allá de lo estrambótico, encierra un secreto mucho más feo, turbio y desagradable.
En ese berenjenal, la excelsa fotografía de Ion de Sosa y la actuación de intérpretes no profesionales propicia uno de los mejores espectáculos de este año en el cine español: «Es algo que estaba muy pensado. Los encuadres nos llevaron mucho tiempo, porque quería que cada plano tuviera un valor propio. Y me gustaba que, precisamente en ese plano, quien salga es un personaje con apenas instrucciones. Esa levedad estaba apoyada en la libertad para equivocarse. Solo pedía que no pidieran perdón por hacerlo, que solo se centraran en volver a retomar lo que estaban diciendo y ya está. Que se cortara lo menos posible. Eso le da una tensión al plano que a mí me parece preciosa, poner a personas libres en fondos cuidados», confiesa Ibarra antes de responder sobre la imaginería de una película que va desde la ufología a Egipto, pasando por el franjiverde de la ciudad y el árido de lo prerrománico: «Hay una vinculación evidente entre la astrología y toda esa egiptología y los referentes ancestrales. Ese vínculo cripto, ese buscar relación donde solo hay coincidencia da pie a la estética de la película».
Si bien «Magaluf Ghost Town» y «Espíritu Sagrado», de estreno este viernes 26 de noviembre, parten de manierismos del cine independiente, su espectro, el del ladrillo y el del humor más inteligente, debería ser suficiente para explicarnos como país y como sociedad qué demonios ocurrió en el Mediterráneo y, a ser posible, buscarle pronto un exorcista.