Cultura
En 2019, J.K. Rowling, creadora del universo Harry Potter, publicaba un tuit en la red del pajarito por el despido de una investigadora británica tras cuestionar las leyes del gobierno británico acerca de la autodeterminación de género. El tuit de la autora decía: «Vístete como quieras. Llámate como quieras. Acuéstate con cualquier adulto que te lo consienta. Vive la mejor vida en paz y seguridad. ¿Pero obligar a las mujeres a dejar sus trabajos por afirmar que el sexo es real? Estoy con Maya». Estas declaraciones le valieron las acusaciones de transfobia e incitación al odio. Aun así, al año siguiente, en junio de 2020, y haciendo uso de su libertad de expresión, publicaba otro polémico tuit en alusión al término «personas que menstrúan» y en el que bromeaba haciendo un juego de palabras: «Estoy segura de que solía haber una palabra para esas personas. Alguien que me ayude ¿Wumben? ¿Wimpund? ¿Woomud?». Se refería, claro, a la palabra Women (mujeres). Esto, de nuevo, le valió el ataque y condena del colectivo transexual. Pese a sus intentos por explicar y defender su postura, y su derecho a manifestarla en voz alta, esta vez no solo fueron los insultos, las amenazas y las acusaciones de transexuales y activistas, sino que los principales intérpretes en el cine de la saga de la que es creadora se distanciaron abiertamente de ella, llegando a pedir disculpas a sus fans y al colectivo transexual. Por si fuera poco, en el especial recientemente emitido por HBO conmemorando el 20 aniversario, la presencia de la autora se limita a unas pocas y viejas declaraciones que apenas suponen unos minutos. Su presencia es irrelevante: es la nueva La Que No Debe Ser Nombrada.
No es nuevo este fenómeno por el cual la más mínima discrepancia en el debate público con los preceptos y consignas del movimiento trans supone para alguien un linchamiento virtual, en el menor de los casos, y la muerte social, en el peor de ellos. Hace unos meses, en entrevista con este diario, Abigail Shrier, autora del polémico (e indispensable) libro «Un daño irreversible. La locura transgénero que seduce a nuestras hijas», manifestaba a propósito de la sectarización del colectivo trans: «Es un activismo hiperactivo y completamente inflexible que ha conseguido hacerse con muchísimo poder, influencia y visibilidad, lo que no significa que todas las personas transgénero compartan sus puntos de vista. Han intimidado a la mayoría, mucho más tolerante y moderada, y han impuesto un único discurso. Son generalmente jóvenes extremistas en sus puntos de vista políticos, en sus tácticas y en su ideología de género, en muchos casos ni siquiera son personas transgénero. Ni por lo más remoto representan a toda la gente trans, pero sí a una ideología completamente totalitaria, nutrida por el impulso de amordazar y tumbar cualquier disidencia y cualquier crítica».
Víctimas, victimarios
Coincide en esto Paula Fraga, jurista y columnista feminista, que recientemente ha visto censuradas sus redes sociales tras las denuncias de incitación al odio y transfobia de colectivos trans, vertidas contra ella tras linchamientos virtuales y amenazas, como reacción a sus artículos. «Se presentan como víctimas pero actúan como victimarios. Nos insultan, nos amenazan, nos censuran, hemos sufrido agresiones físicas, nos quieren fuera del debate público. Ven en nosotras una amenaza cuando esto nada tiene que ver con los derechos de las personas trans ni con el colectivo, nosotras no queremos que se les nieguen ni se les dejen de reconocer sus derechos. Pero estamos en el nuestro de manifestar nuestra oposición a políticas cuyo principio vertebradores la autodeterminación de género, lo que no es más que el borrado de las mujeres. Es una deriva neosexista y misógina que relativiza el feminismo y que, destruyéndolo desde dentro, supone el fin de la mujer como sujeto político».
El profesor y articulista Pablo de Lora, Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid y autor del imprescindible «El laberinto del género», también sufrió en 2019 las iras del activismo trans, que boicoteó su intervención en el workshop internacional «Gender» que se celebraba en la Universidad Pompeu Fabra, en Barcelona. «Es todo tan demencial que me cuesta mucho aplicar el principio de caridad. No consigo entender esta deriva en la que, ya no es que no se permita la discrepancia, es que ni siquiera se permite la duda o el deseo de llegar a una conclusión a través del debate, a la luz de los mejores argumentos». Explica el profesor un caso reciente en el ámbito académico: se realizaba un homenaje en una revista académica estadounidense a un eminente profesor de derecho constitucional, Michael Perry, que ha escrito, a lo largo de su carrera y con mucha influencia, sobre las estructuras del racismo sistémico que persistía en EEUU. Se pide una contribución para este homenaje a un consagrado constitucionalista, Larry Alexander, que celebra en su escrito la obra y la persona de Perry y, a continuación, introduce alguna crítica hacia esa visión del racismo. Críticas en un tono absolutamente académico pero que ponen en cuestión algunos fundamentos. Que podrían resultar molestas a algunas personas, sí, pero en absoluto insultantes. Que dan que pensar, que plantean provocaciones filosóficas, lo que sería la tarea de una publicación científica. El artículo fue rechazado por el comité editorial por «divisivo» y porque «podría molestar a algunas personas de la comunidad racializada». Por supuesto, esto ha levantado gran revuelo y algunas personalidades han retirado sus contribuciones en ese número».
¿Qué se puede hacer ante esto, si ya han logrado someter a su influencia a las instituciones («Solo hay que ver lo que hace este Ministerio de igualdad» apunta Paula Fraga: «hay un abandono institucional hacia las mujeres que nos manifestamos en contra de estas políticas»), la empresa y la Academia? Para Paula está claro: «Mucha pedagogía social, conseguir incidencia política, tratar de que los grandes partidos entiendan todo esto. Seguir aguantando, denunciando las campañas de acoso, los linchamientos. Mantenernos a toda costa en el debate público. No son capaces de rebatir nuestros argumentos, por eso nos expulsan desde la victimización y el ataque, porque es lo único que tienen. Es una larga batalla, pero empieza a dar sus frutos».
Para Pablo de Lora, la solución pasa por la resistencia. «Lo único que nos permitirá salir del atolladero», apunta, «es la existencia de una masa crítica, aunque sea pequeña, de gente con buena reputación, con solvencia en su ámbito, que empiece a poner pie en pared. Asumir cada uno desde su posición el coste de ceder al chantaje emocional o de la fuerza y no hacerlo». «Pides valentía, Pablo» le digo «y no todo el mundo puede asumir heroicidades». «Pido valentía, sí –contesta–. Pero una valentía que se gradúa en función de lo que cada uno pierde. No se le puede pedir la misma a todo el mundo, no todos están en situación de esas heroicidades. El becario, el actor que empieza, quien trata de abrirse camino… No le voy a pedir lo mismo a quien se quiere ganar el pan y tiene que pagar unas servidumbres que a alguien que ya tiene el camino hecho. Yo ahora puedo permitirme elevar la voz de una manera que el Pablo de hace unos años no podría». «Pero entiendo que siempre es más cómodo ponerse en el que parece en un momento dado el lado bueno de la historia. Y han llegado a un nivel de hegemonía tal que, aunque uno discrepe, es más sencillo dejarse llevar. Ir a contracorriente es complicado: Al final, no todo el mundo quiere jugar el incómodo papel de señalar que el rey está desnudo».
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