Revolución cultural: la rebeldía se hace de derechas
Es una actitud inconformista que no tiene complejos a la hora de reivindicar a autores demonizados por la izquierda
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El primero que usó el concepto «derecha punk» fue Francisco Umbral en noviembre de 1978, en una tribuna en «El País». El escritor se refería de forma despectiva a la derecha que iba a contracorriente, dando la nota, contestataria, al margen de la derecha gubernamental de UCD. «Lo vuestro era don Paco, ramoncines», escribió Umbral para decir que esos «punks» eran franquistas. Cosas de la época y del significado de los conceptos. Hoy todo ha cambiado.
En aquellos años se estaba fraguando el paradigma progresista en España que tomó el poder en 1982, y que estableció su hegemonía cultural en todos los ámbitos. Lo cool era meterse con Fraga, y reírse de sus tirantes con la bandera de España. Es curioso, pero esa misma prenda llevaba la persona a la que asesinó Rodrigo Lanza en Zaragoza en 2017 al grito de «¡Facha!». ¿Quién se ríe ahora?
Ese paradigma creó la corrección política, la dictadura del pensamiento único, y su conclusión: el desprecio al que no aceptara el dogma. Un par de generaciones fueron suficientes para establecerlo. El problema de los dogmas es que no se hacen preguntas, sino afirmaciones, por lo que se anquilosan y no preparan a sus feligreses para el debate más allá de la repetición de su catecismo. Esto ha dado lugar a una respuesta, una auténtica rebelión basada en cuestionamientos de la verdad oficial.
Esta reacción se ha desbordado primero en las redes sociales, luego en los medios, después en las librerías, incluso alguno ha dado el paso a la política. El conjunto ha sobresaltado a los intelectuales y meritorios del régimen, que están desconcertados ante esta avalancha a la que no saben contestar más allá de epítetos de los cuales la nueva derecha punk se ríe, como «fascista», «ultraderecha» o «facha». Kolalowski escribió que cuando alguien en una discusión le llamaba «fascista» sabía que había ganado el debate porque el otro no tenía argumento alguno.
La izquierda se relajó en el poder, se institucionalizó, creyó que con decir que estaba «comprometida con lo social» era suficiente, pero solo se dedicó a repetir el dogma y vivir de la teta estatal. Esos progresistas se llamaron a sí mismos «resistencia» y «pensamiento crítico» cuando en realidad son el engranaje del régimen. Son, en palabras de Smith y Bueno de Mesquita, los influyentes que convencen a las masas de las bondades de aceptar el dogma y de rechazar a los apóstatas. Lo hacen desde un supuesto humor, la prensa, el teatro, el cine o la televisión, con una superioridad moral y una apropiación de la verdad que no soporta un razonamiento o una crítica. Y es que «rebelarse vende», como escribieron Heath y Potter en 2004, en referencia a la izquierda progre que había convertido la revolución en un postureo para hacer negocio.
Es la izquierda pija, woke, que vive de dominar el relato y censurar el lenguaje, instalada en la indignación y el victimismo, con una vida económica desahogada. Han creado un mundo de identidades colectivas basadas en la inclinación sexual y la raza para victimizarse y excluir al que no lo acepta. Todo el que lo discute ejerciendo la libertad de expresión se convierte en «machista» u «homófobo», y luego en «fascista». Por eso no les gusta nada Orwell, porque describe perfectamente los instrumentos totalitarios que utilizan, como la neolengua, la censura de la disidencia, el borrado del pasado que no encaja, o exigir que la gente coma lo que diga el Gobierno.
En respuesta ha aparecido un pensamiento y actitud rebeldes, de críticos descoordinados, que no responden a una organización, y que están por todos lados. Esos escritores y comunicadores cuestionan las «verdades» feministas y ecologistas, la cancelación cultural y su apoyo institucional, y denuncian la falta de libertad y el apartamiento de los disidentes.
Esto ha descolocado a la izquierda institucional, que, desde su particular «neoinquisición», como la llamó Axel Káiser, en lugar de buscar argumentos esgrime la fe, persigue e insulta. Son los «nuevos puritanos», que dice Andrew Doyle, siempre regañando y corrigiendo a los que no usan el lenguaje políticamente correcto, y que tan bien ejemplifica Caroline Fourest en «Generación ofendida: De la policía cultural a la policía del pensamiento» (2021).
La rebeldía es de derechas, y muy heterogénea. Hay liberales, conservadores, anarcocapitalistas y otros muchos. Les une la protesta, la denuncia y la exhibición de las contradicciones liberticidas de «Progrelandia», como dice Adriano Erriguel en «Pensar lo que más les duele» (2020). Usan la seriedad, pero también el humor, como Pedro Herrero y Jorge San Miguel en «Extremo Centro» (2021), que vieron la luz contracultural tras pasar por las filas de algo tan pijo como Ciudadanos.
La derecha es el nuevo punk. Es una actitud inconformista que no tiene complejos a la hora de reivindicar a autores demonizados por la izquierda, o en reconocer que Eric Zemmour tiene razón en «El primer sexo» (2016) al denunciar la degradación calculada del varón y la ingeniería de la «nueva masculinidad».
No es un trasunto de la «alt-right» norteamericana, dada a la conspiración internacional, y basada en las emociones y el irracionalismo desde una actitud defensiva. No hablamos, por tanto, de una fórmula populista de la derecha para llegar al poder, con sesgo nacionalista y comunitarista, tipo Milos Yiannapoulos. Tampoco es la «Ilustración oscura», a lo Nick Land, que propugna la vuelta al Antiguo Régimen. No se trata de contraponer religiones seculares. Esta derecha punk exhibe individualismo, ciencia y razón frente a la fe woke y la izquierda pija.
El caso norteamericano, como señala Manuel Mostaza, politólogo y director de Asuntos Públicos en Atrevia, es distinto al europeo. En nuestro continente esa rebeldía es una reacción al éxito de la socialdemocracia, que se ha convertido en el mainstream obligatorio. Además, dice Mostaza, lo woke no ha llegado todavía a Europa con la misma intensidad, y los partidos de la batalla cultural se mueven más en carriles tradicionales.
La película «Joker», protagonizada por Joaquín Phoenix, se ha convertido en un símbolo de esta derecha punk: la rebelión destructora por el hastío y la frustración contra el mundo de la corrección política, a través de la guerrilla cultural, de quebrar el marco mental de los autómatas del sistema. Es, por ejemplo, leer y valorar a Tintin a pesar de que te dijeran que eso es de fachas, y repudiar que quemen sus libros en Canadá. Es plantar cara a la cultura de la cancelación y recomendar, por ejemplo, «Fahrenheit 451» de Bradbury. Es la sociedad civil que ha despertado. Por eso esta derecha venera «Matrix» y la píldora roja que permite despertar y ver la realidad. No entran en esta derecha punk, por tanto, aquellos que critican el progresismo con tibieza, pidiendo perdón, o desde la equidistancia.
Esa rebelión pasa también por el lenguaje porque el objetivo es denunciar y, no hay que olvidarlo, sacar de quicio a los progresistas. Algunos ejemplos: «Aliade» para el hombre que finge feminismo, «Charo» en referencia a las mujeres que sueltan ordinarieces el 8-M, «Gretinos» a los ecologistas en plan Greta Thunberg, y «Ofendidito» para los que protestan por la libertad de expresión o la historia.
Esto se difunde a través de las redes, especialmente Twitter, pero este medio ha perdido dignidad por la zafiedad que rezuma. Sirve para la escaramuza, y queda para el zasca como promoción. La derecha punk es más refinada y culta. No quiere que la denuncia se distraiga con un insulto. Reivindican a Burke, Simone Weil, Hannah Arendt, Raymond Aron, Isaiah Berlin, Hayek, Mises, Scruton, Dalmacio Negro, Shklar o a Walter Benjamin para denunciar la opresión del nuevo totalitarismo revestido de progresismo. La verdadera vía de comunicación en Occidente hoy es lo audiovisual –podcaster y youtuber– y las publicaciones webs.
La batalla cultural no está solo en responder al totalitarismo progresista, sino en la propuesta de alternativas. Hasta ahora, los intelectuales de los grandes partidos se han contentado con criticar la hegemonía cultural de la izquierda, al tiempo que aceptaban su modo de pensamiento y las claves de su dominio. Esto ha sido especialmente claro en las cuestiones feministas, con la aceptación del victimismo y las cuotas, sin atender al mérito y la capacidad propias de los liberales. Lo mismo han hecho con la religión ecologista. Esto se queda muy corto para la derecha punk, que lo tilda de «colaboracionista».
La lista de las publicaciones rebeldes se está haciendo cada día más larga. Merece la pena destacar la revista «Centinela», que tiene como icono a Chesterton, o «Disidentia», de Javier Benegas y que cuenta con Luis I. Gómez Fernández, científico y tuitero, o los podcast «La caverna de Platón», que dirige Domingo González, y «La Contra», de Fernando Díaz Villanueva.
La labor de los think tank ha sido imprescindible a un lado y al otro del Atlántico para reclutar a los jóvenes rebeldes de la derecha. En España es el Instituto Juan de Mariana, que dirige José Carlos Rodríguez, periodista. Su director explica que hay una nueva generación de liberales, cultos y activos, sin vínculo con ningún partido, que no tragan el paradigma progresista y argumentan con datos.
En la misma línea están Civismo, más conservadora, y la Fundación para el Avance de la Libertad, de Roxana Nicula. En América hay otras que trabajan en territorio comanche, como CESCOS (Uruguay), Caminos de la Libertad (México), Libertad y Desarrollo (Chile), o CEDICE en Venezuela.
La contracultura se ha hecho de derechas porque los Gobiernos progresistas se han dedicado a legislar la creatividad y las costumbres, a censurar a los disidentes y subvencionar a los que pregonan la verdad oficial. La libertad se abre camino, por mucho que escueza a los «ofendiditos» y supremacistas morales.