El frigorífico inteligente, un pasado que nos deja helados
Hasta mediados del siglo XIX se utilizó la nieve almacenada en neveros y en pozos urbanos para abastecer a la población de hielo y refrescar sus bebidas así como preservar alimentos
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En nuestros días tenemos frigorífico que nos permite conservar los alimentos perecederos durante largo tiempo, y congeladores eléctricos que aumentan el tiempo de conservación de alimentos durante meses, pero no siempre ha sido así aunque lo frio estuvo de moda. Los primeros pozos de nieve provienen de época romana, situados en alta montaña desde donde el hielo era llevado a la ciudad. El vino se enfriaba pasándolo por un tamiz con nieve, el "colum nivarium", refrescándolo sin aguarse. Pero la nieve no sólo servía para enfriar bebidas y alimentos, sino también para remedir determinadas dolencias y enfermedades.
Vestigios de otro tiempo donde los congeladores y frigoríficos eléctricos no cabían en la imaginación, los neveros hicieron posible que la producción de hielo llegase a ser una actividad lucrativa sobre todo en la Edad Moderna cuando Europa fue testigo de un cambio climático denominado como "Pequeña Edad de Hielo", término acuñado por en 1939 por el glaciólogo francés François Mattes. El hielo y la nieve se pusieron de moda y el médico de cámara de Juan III de Portugal, Francisco Franco, publicó un tratado de la nieve del uso de ella en 1569, donde explica las diferentes formas de utilizarla para enfriar bebidas y sus beneficios de consumo desde el punto de vista dietético. Dos años más tarde, en 1571, el medico sevillano Nicolás Monardes hizo lo propio con otro libro que trataba de la nieve y sus propiedades, y explicaba el modo en el que se ha de beber el líquido enfriado así como de los otros modos que hay de enfriar.
A la nieve se atribuyeron poderes medicinales y en el siglo XVII aparecen dos tratados al respecto, como el de Juan de Carvajal, "Utilidades de la nieve dedicadas de la buena medicina" publicado en 1611 o el "Methodo curativo y propiedades de la nieve" de Alonso de Burgos en 1640. La nieve se consumía en la corte de Madrid, procedente de los ventisqueros de las sierras de Guadarrama, Navacerrada, el Real de Manzanares o El Escorial. La nieve se trasladaba desde los ventisqueros a las casas de nieve en cotas más bajas, preservándose alguna de ellas, como el Real Pozo de Nieve de Felipe II en Guadarrama. Un poco cubierto donde se acumulaba la nieve que compactada se transformaba en hielo que cortado en bloques se trasladaba a lomos de mula envuelto en paja y mantas hasta la capital a 68 kilómetros. Entraban en Madrid por la única puerta autorizada para esta mercancía la “Puerta de los Pozos de Nieve” en la calle Fuencarral donde se pagaba el “Quinto de la nieve y de los yelos de estos reinos”, trasladándose la entrada a la Puerta de Bilbao en 1837.
Una vez en Madrid el hielo se almacenaba en pozos construíos por el empresario Pablo Xarquíes tras la concesión de la licencia en 1607, quien hizo una propuesta al rey Felipe III para establecer un mercado de hielo en Madrid. Esta concesión dio lugar a la Casa de Arbitrio de la Nieve y los Hielos de Madrid y el Reino en funcionamiento hasta mediados del siglo XIX. El consumo de la nieve para enfriar las bebidas fue una moda generalizada, un vecino corriente se arreglaba con una libra al día (entre 300 y 400 gramos), mientras que en la corte se consumía mucho más, valga como ejemplo la visita del nuncio pontificio Camilo Massimo a la corte de Felipe IV en 1655, consumiéndose 511 arrobas de nieve, guardadas en el alcázar en armarios específicos que servían para mantener los alimentos y bebidas frescas.
Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV y regente de su hijo Carlos II fue una gran aficionada las bebidas heladas, hasta el punto que su médico, Tomás Murillo Jurado, detestaba la costumbre de beber agua enfriada con nieve, ya que producía: "quebrantos, flaquezas de estómago, pasmo, ijadas, piedras, perlesías, muertes repentinas y fiebres sincopadas". A pesar de estas advertencias, se siguió consumiendo en Madrid de modo indiscriminado hasta mediados del siglo XIX, cuando surgieron los primeros aparatos de hielo y sal que supusieron el cierre de la Casa de Arbitrio de la Nieve y los Hielos del Reino en 1863. Los primeros intentos de controlar el frío se producen en Estados Unidos, el primer paso lo dio el escocés Willian Cullen en 1755, quien diseñó un pequeño refrigerador con una bomba que generaba un vacío parcial descubriendo que la evaporación de agua enfriaba el interior de la cámara. En 1803 Thomas Moore inventó una nevera que se enfriaba gracias a la mezcla de hielo y sal.
Al estadounidense Jakob Perkins se le atribuye la primera patente del ciclo de refrigeración en 1835, produciéndose por primera vez hielo artificial utilizando éter como líquido refrigerante. En 1913 Frederick Willian Wolf inventó un refrigerador eléctrico doméstico llamado DOMELRE, vendido por 1000 dólares del momento, uno de los productos de mayor éxito comercial en las primeras décadas el siglo XX en América. Aunque en España, algunas empresas introdujesen las máquinas de frío, y existiesen patentes desde 1882, como la máquina de frío de Juan Cadira y Cavió, lo cierto es que la nevera no se empieza a instalar en los hogares españoles hasta 1952.
Antes se conservaban los alimentos en las fresqueras, pequeñas cámaras situadas en la cara norte de los edificios protegidas del sol, con un ventanuco que se abría hacia la parte interior de la casa y protegida del exterior por una tela metálica que impedía el paso e insectos. A partir de los años 80 el medio ambiente es una prioridad eliminándose los clorofluorocarbonos que funcionaban como refrigerantes de las neveras de los 50 y 60. En los noventa los frigoríficos incorporan sensores y paneles eléctricos y actualmente hay neveras inteligentes conectadas a internet, capaces de contar los alimentos que tenemos dentro y encargar la compra. Atrás quedaron los neveros, y las casas y armarios de nieve, el frigorífico conserva los alimentos y preserva nuestra salud.