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Alfonso XIII, el rey que supo ganarse al nacionalismo catalán

Javier Moreno Luzón publica una biografía del monarca que se sale de las dos tendencias extendidas hasta ahora; ni frívolo ni campechano, sino un patriota que se abrió al ideario progresista
El rey Alfonso XIII contempla las vistas de Madrid desde la azotea del edificio de Telefónica, en octubre de 1927
El rey Alfonso XIII contempla las vistas de Madrid desde la azotea del edificio de Telefónica, en octubre de 1927telefonicaARCHIVO FOTOGRAFICO ALFONSO XIII

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Las biografías de Alfonso XIII han ido por dos senderos distintos. Unos, los estudios hagiográficos, resaltan al Borbón como prototipo del español de su época: campechano, apasionado e individualista. No solo eso, sino viril, valiente y galante, que correspondía a su entrega por la patria. Alfonso XIII, entonces, estaba siempre atento a los intereses de la nación, por lo que aceptó la dictadura en 1923 y se exilió en 1931 para evitar una guerra civil. Entre el rey y su pueblo, según esta interpretación, estaban los políticos, que echaron a perder la patria por sus miras partidistas. En conclusión, los españoles habrían sido más felices si hubieran seguido las ideas patrióticas del rey.
Otra tendencia es la denostadora, aquella para lo que todo en Alfonso XIII fue un desastre. Como persona era frívolo, superficial, corrupto, anticonstitucional y antiparlamentario. Vamos, un traidor que dio la espalda al espíritu del pueblo español y a la libertad porque permitió una dictadura. Este choque entre el rey y la nación explica que huyera en 1931 y las Cortes republicanas lo juzgasen y condenaran. La tendencia hagiográfica, en suma, lo ha presentado como un «rey patriota», mientras que la denostadora como un «rey antiespañol».
La biografía que hoy comentamos no cae en ninguna de esas tendencias. El método usado por Javier Moreno Luzón, catedrático en la Complutense, en «El rey patriota. Alfonso XIII y la nación» (Galaxia Gutenberg) combina la vida política con la historia cultural; es decir, no es un estudio sobre la intimidad de Alfonso XIII, ni únicamente de los acontecimientos que lo rodearon. La obra se enmarca en la explicación de la supervivencia de las monarquías desde 1914 en medio de la política de masas. Más concreto: los esfuerzos se encaminaron entonces, dice el autor, a que el pueblo identificara a la monarquía con su naturaleza y aspiraciones; o sea, que el rey encarnaba a la nación.
Aquí está lo relevante de este estudio sobre la fusión entre corona y nación. El autor coloca el reinado de Alfonso XIII con las «monarquías escénicas», es decir, aquellas cuyos reyes se dedicaron a su labor dignificante a través de ceremonias y gestos para que el pueblo se viera identificado con sus reyes. La Familia Real, por tanto, tenía una agenda bien nutrida de actos públicos de caridad, religiosos y nacionales que la Prensa difundía. Pero esto no era suficiente, dice Moreno Luzón, porque solo sobrevivieron en la Europa de entreguerras las monarquías que se ligaron a la democracia liberal, y donde sus reyes se contentaron con el papel de observador constitucional.
Alfonso XIII no hizo nada de esto. El problema fue, por un lado, asegura el autor, que esa política de nacionalización realizada por el rey degeneró en «contrarrevolucionaria» al ligarse en exceso al catolicismo, el militarismo y la centralización. Pero lo más grave, señala Javier Moreno, fue que el camino que emprendió desde 1914 no fue coadyuvar a la transición democrática, sino hacia el autoritarismo apoyado por «su ejército» y los sectores derechistas y confesionales. A partir de aquí, Moreno Luzón habla de dos fases en el reinado de Alfonso XIII. La primera, entre 1902 y la Primera Guerra Mundial, podría entenderse como una etapa de incubación del virus autoritario, pero con grandes avances regeneradores. Moreno Luzón describe a un rey joven con una educación inadecuada por religiosa, nacionalista y militarista, que le hicieron pensar que como rey «le correspondía sacar a España de ese marasmo» (pág. 50). Con esa inclinación fue insuficiente la educación constitucional que le proporcionó el catedrático liberal Vicente Santamaría de Paredes. Alfonso XIII adquirió un «patriotismo providencialista» (pág. 70) que, unido a que, en cinco años, entre 1902 y 1907, aprendió a que toda la política girase a su alrededor, le sacaron de su papel arbitral. A esto ayudaron sus amistades y, sobre todo, el entorno familiar, conservador y religioso, del que aprendió un «aplebeyamiento condescendiente» (pág. 89). La injerencia política «por el bien de los españoles», los fastos religiosos y el nacionalismo memorialista, presentes en sus iniciativas y viajes, fueron cuajando la figura del «rey patriota» que encarnaba a la «inmortal nación española».
Esto no quitó que Alfonso XIII no tuviera una vocación regeneracionista en la modernización económica y social del país, acompañada con viajes a zonas necesitadas. Y por la vida cultural, bien reflejada en el libro. Supo ganarse al nacionalismo catalán, dice Moreno Luzón, que imaginó en Alfonso XIII «un arreglo para el contencioso catalanista» (pág. 128). También se abrió al «ideario progresista» de Canalejas, que lo separaba de los sectores católicos y conservadores, y a relacionarse, gracias a Romanones, con republicanos templados y la Institución Libre de Enseñanza. No solamente eso: para 1906, según el autor, el rey se sentía seguro en los «laberintos de la diplomacia» (pág. 165), como Portugal, donde alentó una intervención contra la República proclamada en 1910, y la colonización en el norte de África. Así, tuvo éxito en los centenarios de las independencias americanas, presentando la celebración como la reconciliación de la madre con sus hijas. El error estuvo en el empecinamiento con el «hervidero marroquí», que condicionó su reinado.
La guerra entre partidos y dentro de ellos, no obstante, alimentó la vocación intervencionista de Alfonso XIII, viéndose a sí mismo ya en 1913 como un «joven káiser» que al frente de «su ejército y en comunión con su pueblo» trabajaba por la patria (pág. 235).
La segunda fase, señala el autor, comenzó en la Primera Guerra Mundial, cuando se alejó de los proyectos regeneradores de su etapa anterior. Alfonso XIII quedó muy afectado por las revoluciones rusas de 1917, «las protestas obreras y el derrumbe de tantos tronos seculares». Incluso pensó en abdicar. Ante este miedo, y asumiendo su idea de que era un actor político determinante, no un mero observador constitucional, se decidió por el autoritarismo como solución. Esto condujo su «monarquía escénica» hacia un nacionalismo español anticatalanista y católico.
Cuanto más se rompía el sistema de partidos y el turnismo saltaba en pedazos entre 1918 y 1923, más aparecía el rey, al que se exigían cuentas. Sin embargo, el «soldado-rey» que biografía Moreno Luzón, en su ansia de ordenar lo político y militar, quedó al descubierto con el desastre de Annual en 1921. A partir de ahí, todo fue cuesta abajo porque la salida de Alfonso XIII fue asumir la salvación del país con un nacionalismo autoritario y la doctrina de Menéndez Pelayo «hecha dogma oficial» (pág. 406). Arremetió contra las Cortes, por ineptas, y se señaló como la encarnación del pueblo frente a oligarcas y caciques. Ya en 1922, dice el autor, Alfonso XIII pensaba en una alguna fórmula dictatorial. Y no solo él. «El rey sabía lo que se estaba cociendo» (pág. 397) en los hornos de Primo de Rivera. Alfonso XIII, concluye, fue decisivo en el triunfo del golpe. Conocía la trama y no la detuvo porque coincidía en ideas y motivos.
Alfonso XIII se identificó con la dictadura y sus propósitos, pero la euforia inicial se truncó. La institucionalización de la dictadura suponía «quemar las naves de la monarquía» (pág. 483), y volver a la Constitución de 1876 ya no era posible. Había sido una aventura autoritaria que, como en otros países europeos, no supo configurar un nuevo régimen. Alfonso XIII se quedó solo, y se vio en el plebiscito de las municipales del 12 de abril de 1931. El rey resultó víctima del nacionalismo autoritario que había protagonizado. En definitiva, nos encontramos ante una biografía muy interesante, que algunos encontrarán polémica, y que será ampliamente citada por el gremio de historiadores.
  • «El rey patriota» (Galaxia Gutenberg), de Javier Moreno Luzón, 592 páginas, 25 euros.