Opinión

El Estado como proxeneta

"Es tan cínico que no reconoce a las putas como trabajadoras, pero sí como contribuyentes"

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ofrece una rueda de prensa, tras un despacho con El Rey Felipe VI, en el ?Palacio de Marivent, a 29 de julio de 2025, en Palma de Mallorca, Islas Baleares (España).29 JULIO 2025;REY;DESPACHO;PRESIDENTE;GOBIERNO;FELIPE;REY FELIPE;MARIVENT;PALACIO;MALLORCA;COMPARECENCIA;ATENCIÓN A LOS MEDIOS;Isaac Buj / Europa Press29/07/2025
Pedro SánchezIsaac BujEuropa Press

El Estado español es tan cínico que no reconoce a las putas como trabajadoras, pero sí como contribuyentes. España es ese país capaz de prohibir lo que más consume pero regular lo que más desprecia. La prostitución estaba en todas partes menos en el BOE, donde la lujuria ya no es pecado: es epígrafe fiscal. La “prestación o concertación de servicios sexuales” ocupa su casilla 96.99 en la Clasificación Nacional de Actividades Económicas. Un trámite anodino para la mayor ceremonia secreta de la historia de España.

No es legalización, es recaudación. Hacienda ha dejado de fingirse mojigata, le puede la pasta sobre el resto de las hipócritas gratificaciones: ahora invita a las putas y chaperos a pasar por caja. El Estado se reserva el derecho a cobrar por lo que condena en sus púlpitos. Es el mismo guion de siempre: abolicionista en el mitin, proxeneta en la ventanilla.

Hasta ayer, la prostitución era alegal, clandestina, un juego de máscaras. Hoy sigue igual, solo que con factura. Se puede tributar, sí, pero la trabajadora no obtiene derechos: ni baja, ni pensión, ni amparo laboral. Pagan como ciudadanas, pero no cuentan como tales. Pagan para seguir siendo invisibles.

El Ministerio de Igualdad —esa churrería de consignas groseras y fanáticas— ha tenido que reconocer que no el 90% sino apenas un 24% de las prostitutas son víctimas de trata. La inmensa mayoría no son esclavas: son señoras que voluntariamente emplean sus recursos físicos. Mujeres ignoradas, mujeres sin voz, mujeres a las que no se permite existir más allá de la sombra. Invisibles para los políticos que legislan con un discurso moralista al salir de los burdeles. Invisibles para Begoña Gómez, para Pedro Sánchez, para Ábalos, Cerdán, para Koldo, Tito Berni… Un feminismo que prefiere contar víctimas que resonar con el sufrimiento de las mujeres vivas, que se esfuerzan en esta vida llena de magia y dolores.

 Pedro Sánchez y Begoña Gómez
Pedro Sánchez y Begoña GómezEmilio MorenattiAgencia AP

Yo fui abolicionista cuando no tenía ni idea, antes de investigar, de reflexionar. Creía que prohibir era sinónimo de salvar. Pero aprendí que el abolicionismo es el burka de las prostitutas, es meterlas en un cuadro y pintarlas de negro y que operen desde la nada, que yo no las vea: el abolicionismo no sirve (aún no sé si es cinismo o negligencia intelectual) porque solo multiplica el estigma, el encierro y la violencia. Regular es la única salida. No porque el sexo sea un trabajo como servir tapas o limpiar zapatos, como pastorear cabras o vender papayas —no lo es, nunca lo será—, sino porque fingir que no existe es condenar a las personas implicadas a la intemperie.

La prostitución, como la pornografía o el aborto, como el hiyab, es denigrante para la mujer y para la especie humana. Y, sin embargo, existe. No se trata de glorificarla, sino de reducir su daño. De enseñar que pagar por acceder a un cuerpo que no te desea es un allanamiento espiritual, estético. A un padre se le puede hacer una paella, pero no una felación, a tu madre la puedes llevar a hacer la compra, pero no al orgasmo. Ninguna puta querría ese trabajo para sus hijas, ni para sí. Esa es la pedagogía que necesitamos, no la hipocresía de un eslogan. Como siempre, educación.

España debe decidir si quiere seguir siendo el país del sermón oligofrénico y la recaudación bajo cuerda, o si se atreve a mirar de frente. El debate no es “prostitución sí o no”: ocurre, ocurrirá. El debate es si preferimos mantenerla en la penumbra o darle la dignidad metálica de la ley. España puede seguir llamando pecado a lo que tributa como negocio, o puede asumir de una vez que la vergüenza no paga pensiones. La pregunta no es qué hacemos con las putas, sino qué hacemos con nuestra hipocresía.