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Las bacanales eran fiestas en honor al dios Baco o Dioniso, en las que se bebía sin medida

El Montecarlo de la antigüedad: ¿hacían los romanos turismo de lujo?

Para evitar pensar de forma errónea que los periodos vacacionales efectuados en lugares exclusivos y de manera distinguida pertenecen al presente o han sido inventados hace relativamente poco tiempo, basta con fijarse en las lujosas y pioneras costumbres de los romanos

El lujo y la distinción siempre han sido la marca de la clase dominante, desde que el ser humano comenzó, desde la llamada «revolución cognitiva» de hace 70.000 años, hasta su paso a sociedades complejas y marcadas por referentes míticos que las cohesionaron. En su espléndido «Sapiens» (Debate 2016), Yuval Noah Harari habla de la «trampa del lujo» en la que cayó el ser humano cuando se pasó de las sociedades de cazadores-recolectores a las grandes organizaciones urbanas que engendrará la revolución agrícola. La huida hacia adelante social y alimenticia, y la necesidad de representación de gobernantes o administradores, conlleva nuevas estratificaciones, aglomeraciones y marcas de distinción. La clásica «Histoire du luxe», de H. Baudrillart, habla, en lo moderno, de cuatro dimensiones explicativas del gusto por el lujo en la historia del ser humano, la sensual, la ostentosa, la de ornamentación y la pasión por el cambio.

Grandes orgías romanas
Grandes orgías romanasArchivoArchivo

Todas ellas sirven para marcar la diferencia con los de más abajo en la escala social. A estas perspectivas, en «El nuevo lujo» (Taurus, 2014), Yves Michaud añadía el lujo experiencial como definitorio de nuestra postmodernidad, una nueva dimensión filosófica que tiene que ver con las «experiencias de usuario» más allá de lo común, no tanto con el uso de objetos lujosos para la distinción social; siguiendo los pasos teóricos del «arte en estado gaseoso» y de la «deconstrucción» de la gastronomía, en una estética difusa y refugiada en la experiencia, el lujo de hoy consistiría en la experiencia.

El criterio del gusto

Otros teóricos como Thorstein Veblen («Teoría de la clase ociosa», FCE, 2002) o Gilles Lipovetsky y Elyette Roux («El lujo eterno», Anagrama, 2004) nos dan otras claves para entender el lujo desde el crucial siglo XIX a la cultura de masas contemporánea. Si la perspectiva clásica toma el criterio del gusto como manifestación del discernimiento, desde el punto de vista socioeconómico fue el sociólogo Pierre Bourdieu el que estableció en «La distinción» (1979) la definición del gusto en relación con la posición social mediante lo que denomina «habitus», un conjunto de prácticas o estilos de vida que marcan las relaciones de los grupos con la estructura social: ahí está el turismo exótico, por supuesto. «En la clase dominante –dice el autor– se puede, para simplificar, distinguir tres estructuras de consumos distribuidas en tres categorías principales –si se quiere, tres “maneras de distinguirse”–: alimentación, cultura y gastos de presentación de sí mismo y de representación».

Pues bien, se puede argumentar todas las perspectivas del lujo –también la experiencial– pueden hallarse antes de la modernidad en la sociedad seguramente más moderna de la antigüedad, la que más se parece a nosotros: el siempre inefable e inevitable Imperio Romano. Mucho más que en Grecia, donde también destacaron grandes lujos, son los personajes históricos romanos –Craso, Cicerón, Tiberio, Plinio– los que, acaso también proverbialmente, nos recuerdan sobremanera las múltiples perspectivas del lujo de hoy: desde el coche de alta gama al casino de Montecarlo, desde el yate o el jet de millonarios al reloj carísimo o la especulación inmobiliaria de grandes villas desde Cerdeña a Sunset Boulevard. Todo esto lo anticiparon, como otras tantas cosas, los romanos.

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La idea clásica de vivir «por el lujo o el placer» se remonta, más allá de los epicúreos –que erróneamente tuvieron la mala fama de un hedonismo desmesurado– al filósofo Aristipo de Cirene, un extraño discípulo de Platón que, en pleno siglo IV a.C. teorizó sobre los dos afectos que mueven al hombre, el sufrimiento y el placer. Desde entonces, la idea de buscar el placer de los sentidos en la vida ha tenido una reputación ambivalente en la historia de las ideas y un reproche al exceso que siempre se dirigía hacia oriente pasando por alto el lujo propio: los griegos acusaban de excesiva indulgencia y lujo («tryphe») a los persas y orientales a los que contraponían su filosofía de vida más sencilla. En la época republicana, los romanos se pretendieron más austeros que los griegos y orientales y censuraban, con Catón, la «luxuria» filohelena. Pero a la par proliferaron las grandes villas de los miembros de la «nobilitas» que cultivaban la buena vida y la filosofía griega (notorio es el caso de Verres o de Lúculo, cuya mesa, de opulencia proverbial, encarnaba ese lujo excesivo).

Desde que, en el siglo V a.C., la Atenas de Pericles se ganó la reputación de ser «la escuela de Grecia», como dice el famoso discurso del estratego que transmite Tucídides, se genera una oleada, especialmente a partir del siglo II a.C., por realizar una suerte de «Grand Tour» de los jóvenes romanos de buena familia con la capital ática como meca. Se puede imaginar bien la admiración mitómana de los visitantes procedentes de la nueva gran potencia, los hijos de la «nobilitas» patricio-plebeya, que estaban destinados a regir la política, la milicia y la economía de Roma, al poner el pie en la meseta de la sagrada colina ateniense.

En plena «pax romana»

De modo comparable a los jóvenes aristócratas centroeuropeos de los siglos XVIII y XIX, los romanos ricos o destinados a la política –como el propio Cicerón– iban de viaje de estudios al Oriente helenizado para aprender y practicar la retórica y la filosofía griegas. Otro destino mítico era Egipto, con Alejandría a la cabeza, un lugar de turismo científico y estudiantil y vistas panorámicas a la par. Egipto ofrecía a los romanos un exótico paisaje, las maravillas faraónicas, la Biblioteca y el Museo y un modo de vida diferente tras un viaje relativamente fácil: había numerosos barcos que, en la temporada de navegación, surcaban el Mediterráneo desde Puteoli (actual Pozzuoli, cerca de Nápoles) a Alejandría, en un viaje que, con buen viento, era de al menos doce días, o nueve, según Plinio el Viejo, en el caso más rápido. Los veloces transportes romanos ponían las provincias del Oriente, y sus maravillas, desde Pérgamo a Alejandría, al alcance de la élite merced a los fletes y a la red de calzadas.

Esta suerte de «turismo romano» alcanzó su punto culminante en el siglo II, en plena «pax romana». Pero los ricos también tenían a su disposición villas lujosas y estaciones termales a los que acudían cada verano para huir de las condiciones de hacinamiento e insalubridad de Roma, desde el Lacio a la bahía de Nápoles. La red de villas de los poderosos es impresionante, como Lúculo o Cicerón en Tusculum, Horacio en Sabina (esta vez, un regalo de Mecenas) o Plinio en Etruria: las clases medias también podían alquilar casas o habitaciones en las costas de la Campania aunque ciertamente no podían competir con el lujo de los patricios. O de los emperadores: recordemos el voluptuoso retiro de Tiberio o Calígula en Capri –antecedente de la fama decimonónica de la isla–, los devaneos turísticos de Adriano en su villa y en su «tournée» por Egipto en compañía de su amado, o el turismo mitómano en pos de Alejandro y de Troya de diversos generales y príncipes romanos, como Augusto o Caracalla.

Guerra de marcas en Roma
Guerra de marcas en RomaArchivoArchivo

Tras esta edad de oro, entre los siglos II a.C. y d.C., los viajes en el mundo romano también se extendieron a lo largo de la antigüedad tardía –campo de estudio de la Asociación Barbaricum en la UCM–, con especial énfasis en un oriente percibido como lujoso y sensual. Un pasaje de las «Vidas de Sofistas» de Eunapio (s. IV) habla del turismo en Egipto recordando a «la muchedumbre de celebrantes que baja desde Alejandría hasta el canal, pues todo el día y toda la noche está lleno de gente que toca la flauta en los barquitos y baila desenfrenadamente de manera extremadamente lasciva, tanto hombres como mujeres, junto con la gente de Canopo, que tiene recintos situados al borde del canal apropiados para tal relajación y festejo» (cito la excelente traducción de Marco Alviz).

Y es que Canopo ya era sinónimo, para Séneca y Juvenal, de placer, lujo y desenfreno. De Tusculum a Egipto, los romanos buscaron su Montecarlo ideal (con alguna parada intermedia en Nápoles y Pompeya). Como se ve, el lujo es una constante antropológica que se remonta a antiguos estadios de la humanidad, desde los túmulos escitas, ricos en oro, a las modas del siglo XVIII como marca de ostentación. Roma, en tantas cosas precedente de nuestro mundo, es un ejemplo claro de lujo de élites y turismo «avant la lettre».