Un guerrero “cubista”
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Música: J. Guerrero. Libreto: J. Ramos Martín. Director de escena: Mario Gas. Director musical: Jordi Bernàcer. Intérpretes: Juan Jesús Rodríguez/Javier Franco, María José Montiel/Sandra Ferrández, Ismael Jordi/Alejandro del Cerro, Marina Monzó/Leonor Bonilla, Lander Iglesias, Esteve Ferrer... Teatro de la Zarzuela, Madrid, 14 y 15-X-2021.
Regresa al Teatro madrileño, en el que nació el 7 de julio de 1923, “Los Gavilanes”, uno de los títulos cimeros y más populares de nuestro repertorio lírico, y uno de los que en mayor medida crearon la aureola de su autor. El melodismo, tantas veces alabado, del compositor de Ajofrín. directo, amable, que prende y se recuerda de inmediato, resplandece aquí como nunca, aunque integrado en una planificación armónica y temática más bien parva al servicio de una tópica anécdota mal explicada que cuenta la llegada del Indiano a su aldea –situada en una improbable Provenza-, su cortejo a Rosaura, hija de su antiguo y despechado amor, Adriana.
Para la ocasión, Mario Gas y Ezio Frigerio han trasladado la acción a la Francia de los años 1920-1930 y la envuelven en una escena poblada de alusiones a la época y a los usos y costumbres con una escenografía presidida por elementos de signo discretamente cubista (Picasso, Braque, Gris…, Laurens, Duchamp, Archipenko). Hay significativas proyecciones marinas, paisajes en colores desvaídos manejados con excelente disposición técnica. Y una estructura metálica que encuadra la acción quizá como una referencia a la era industrial que se vivía en esos momentos. Todo está muy bien realizado, pero nos parece que no casa con lo que es la obra y con lo que es su rancio contenido teatral. No aporta nada y no ayuda a esclarecer las pasiones, las contradicciones y lo absurdo del argumento.
En la exigente y a veces inclemente parte de Juan se lucieron, cada uno en su estilo, dos barítonos de fuste. Rodríguez tiene eso que se llama un vozarrón: espeso, denso, redondo, contundente, ancho y fornido, bien timbrado y emitido canónicamente, con pegada y agudos campaneantes. Curiosamente, según el momento, sitúa su pasaje de registro en el Re 3, más abajo de lo normal en su cuerda. Franco es más lírico, aunque su timbre se ha oscurecido últimamente (nos recuerda en ocasiones al del antiguo barítono Esteban Astarloa). De emisión menos igual, de graves en este caso algo desleídos y de ciertas resonancias nasales, es, sin embargo, un artista, un “fraseggiatore” más cumplido, más matizado, más elegante, más amigo del claroscuro, de la ligadura, de la media voz. Un “Kavalierbariton”.
Dos antiguas sopranos, reconvertidas en “mezzos”, encarnaron a la despechada Adriana, antiguo amor del Indiano: María José Montiel y Sandra Ferrández. La primera, en una parte escrita para una soprano más bien dramática como la creadora Emilia Iglesias, que le queda algo justa y tirante en la zona superior (dificultoso Si bemol agudo), exhibió su timbre seductor, cremoso y líquido, de tan ricos armónicos. Ferrández, por su parte, de timbre más penetrante y espejeante, de mayores recursos escénicos, estuvo intencionada y cambiante y resolvió con suficiencia y aplomo.
Dos tenores lírico-ligeros muy distintos también encarnaron al dubitativo Gustavo. Ismael Jordi se lució a base de bien en la célebre romanza “Flor roja” aplicando bien medidos portamentos, ligaduras, reguladores varios, recreándose en la suerte con su timbre claro y soleado. Alejandro del Cerro, más contundente y oscuro, de menor encanto tímbrico, adornado a veces de un excesivo “vibrato”, lució su pegada en el agudo, siempre seguro en él. Dos sopranos lírico-ligeras defendieron el papel de la frágil Rosaura: Marina Monzó, tersa, perfumada, elegante y refinada, y Leonor Bonilla, cristalina, intencionada, ágil y traviesa. Estupendos los dos característicos principales, dos tenores cómicos: Lander Iglesias, alcalde, y Esteve Ferrer, sargento de gendarmes, buenos actores. Y bien adiestrado todo el equipo, secundarios y partiquinos incluidos.
Jordi Bernàcer es un músico dúctil y que va por derecho, sabe frasear con intención y conjuntar supliendo con arte la escasez de efectivos. No se entiende que cuando ya se dispone del aforo completo (Teatro a reventar los dos días), todavía no se pueda contar con un coro copioso –solo 15 voces con mascarilla- y de una orquesta más compacta –solo 23 elementos-, que pueda dar la amplitud y color necesarios a los grandes conjuntos, como el tan bien escrito por Guerrero del final del segundo acto (“Guarda, Indiano, tu riqueza”). Difícil hacerlo con una cuerda con tres violines primeros. Pero tanto el Coro y la Orquesta, más allá de inoportunas desigualdades o desajustes, estuvieron a buen altura bajo el mando convincente de Bernàcer. Se practicaron bastantes cortes en la partitura.