“La tragedia de Macbeth”: la doble traición de Joel Coen
El cineasta dirige una portentosa adaptación del clásico de Shakespeare en su primera propuesta sin el abrigo profesional de su hermano
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Entre sombras móviles, laberínticos ejercicios de conspiración descontrolada, escenarios asfixiantes fortificados, oscuras profecías, tragedias, ambiciones y graznidos de cuervo discurre una obra maldita. Una creación cuyo nombre original llegó a ser obviado por parte de los actores que la interpretaban a principios del siglo XVII y sustituido por el de “la obra escocesa” para evitar así posibles vinculaciones con la mala suerte y adhesiones inoportunas al compendio de desgracias atribuidas a su representación en los escenarios. “Macbeth” es una de las creaciones más sangrientas, despiadadas y notorias de Shakespeare y en el grueso de su esqueleto narrativo conviven numerosos temas relacionados con conflictos globales y estructuras sociales y políticas propias de la época de Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia (mecenas de la compañía del Bardo), periodo especialmente sensible a la proliferación de traiciones, intrigas y dramáticas sucesiones a la corona con fácil extrapolación al presente. Pero también orbita la compleja pluralidad de matices que contienen los sentimientos humanos y cómo la gestión apasionada de éstos puede llegar a incurrir en comportamientos moralmente reprobables o incluso en la ejecución de acciones que entendemos por atroces.
En esta ocasión, el célebre dramaturgo, no insiste tanto en una consciencia de la inmensidad que suponemos como especie y de esas multitudes que nos componen según Whitman, sino en las consecuencias más extremas que un control desmedido de las mismas pueden llegar a suponer. Es precisamente en ese carácter insondable de las emociones, en el hemisferio más vulnerable y dúctil de los afectos y no en la parte más evidente, más política, más relacionada con la comparativa y la reflexión facilona acerca de la corrupción de un alma cegada por la obtención de poder, donde ha orientado ahora su interés un Joel Coen que estrena soltería en la dirección tras separarse momentáneamente de su hermano Ethan y protagonizar la desarticulación de una de las duplas cinematográficas más extraordinarias del canon americano y potentes dentro de la industria.
Arropada por una apabullante dirección artística –con Stefan Dechant, diseñador de renombre y director de arte, entre otras producciones destacadas, de “Avatar” y un habitual reciente en las películas de los Cohen como el director de fotografía Bruno Delbonnel al frente–, que remite a la limpieza geométrica y siniestra del expresionismo alemán de Murnau o de Fritz Lang y a la sobriedad estilizada de Bergman, la nueva propuesta de Cohen no se aleja en ningún momento de la autenticidad y la fidelidad descriptiva de la obra original y respeta de forma reverencial el lenguaje, pese a que existe una intencionalidad clara de dibujar un paisaje inconcreto en términos de contexto que remite a un reino más psicológico que material. No sabemos muy bien el espacio en el que nos encontramos, ni el país, ni la época. La realidad que percibimos desde el presente no encaja a priori con el devenir histórico de ningún enclave geográfico, solo transmite, tal y como matiza el propio Coen, “una sensación imprecisa de algo ancestral”.
Matrimonio experimentado
La elección de Denzel Washington, que ya había mojado sus pies en el mar inabarcable de Shakespeare con la cinta de Kenneth Branagh “Mucho ruido y pocas nueces”, lejos de estar empujada por una motivación explícita de carácter inclusivo o reivindicativo (recordemos que “Otelo” es el único protagonista shakesperiano negro), surgió de manera instantánea, “tenía claro que iba a hacer falta un actor fuerte, con gran presencia escénica. Es un gran papel y él es un gran actor. Denzel puede lograr una conexión muy empática con el público, pero también puede ser un verdadero gánster”, reconoce. Junto a él, una poderosa Frances McDormand, talismán predilecto de los hermanos y esposa de Joel que lleva familiarizada con Lady Macbeth desde que tuviera su primer encuentro con la obra a los 14 años, cuando crecía en la ciudad siderúrgica de Monessen, Pensilvania, y un profesor de inglés se la recomendó.
Ambos, inmensos y titánicos en su recreación extenuante de la codicia, son los encargados de poner cuerpo, voz y sangre a los personajes protagónicos de Macbeth y Lady Macbeth, un matrimonio que en esta adaptación se presenta en edad madura, experimentada, vivida, con el número de decepciones acumuladas suficientes como para poder reprochárselas llegado el momento, ya que normalmente “los Macbeth aparecen como jóvenes, pero yo ya soy viejo. Por eso, que fueran un matrimonio con mucho recorrido en lugar de uno nuevo me interesaba mucho”, afirma. Más allá de la disección de un universo político perverso y viciado liderado por figuras igualmente perversas y viciadas que conjuran por practicar la escalada rápida de la zancadilla o el puñal si nos ponemos sarcásticamente jacobinos, Coen se detiene en el retrato del matrimonio como elemento cohesionador de fortalezas y fragilidades, incluso si la relación acaba por no sobrevivir a los crímenes.
Puede parecer que Macbeth es el sujeto activo y elemental de la traición cometida, en este caso materializada en el asesinato del rey Duncan de Escocia y la posterior usurpación del trono ya vaticinada por las “Hermanas Fatídicas”, esa tríada de brujas feligresas de la muerte con una fascinante y teatralizada Kathryn Hunter al frente que ejercen de voces relatoras, pero la relevancia de Lady Macbeth, compañera de voz envenenada tardíamente arrepentida, resulta capital para entender la psicología de los movimientos de ambos. “Para mí, la obra trata sobre el tiempo, está casi obsesionada con el tiempo y pivota alrededor de un matrimonio. Se ha llegado a decir que si bien la de los Macbeth no es la única relación romántica funcional de Shakespeare, los Macbeth tal vez sí constituyan el matrimonio más fuerte de toda su obra”, subraya el cineasta.
Destaca por tanto el hecho de que, el recorrido de culpa transitado por el matrimonio antes, durante y después del regicidio apueste por direcciones inversas y determinantes para el funesto desenlace: mientras que McDormand se muestra inicialmente fría e instigadora con su marido para que cometa el crimen y Macbeth actúa titubeante a la hora de atajarlo –”Serás lo que te han prometido pero yo temo a tu naturaleza demasiado repleta por la leche de la bondad humana. Tú quisieras ser grande, no te falta ambición, aunque sí el odio que debe acompañarla”, dirá ella–, terminará siendo él quien acabe sintiéndose pletórico y gozoso en el odio, la mezquindad y la barbarie, –...Ya estoy saciado por atrocidades. El horror, tan familiar para mis criminales pensamientos, ya no me sobresalta–. Entrampado y condenado, al cabo, por aquello de que “para engañar al mundo hay que tomar del mundo la apariencia”.