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“La piel en llamas”: Clua, Martín-Porras y las desmemorias de África

El Festival de Málaga acogió la puesta de largo de la adaptación cinematográfica del clásico instantáneo de Clua, obra teatral que nació como respuesta a la Guerra de Irak
ÁLAMO PROD.
La Razón
  • Matías G. Rebolledo

    Matías G. Rebolledo

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Cuando Guillem Clua escribió el texto original de «La piel en llamas», primera obra estrenada en una carrera que le ha llevado hasta el Premio Nacional de Literatura Dramática entre otros reconocimientos, sus palabras hacían referencia a la Guerra de Irak y al rechazo que aquel conflicto despertó casi de inmediato en buena parte de la población. Casi dos décadas después, y con la actualidad presente de otro conflicto en el que Europa es parte más allá de los deseos de la población, David Martín-Porras adapta aquel texto y se lo lleva hasta África, para refrescar la exploración de temas de la original y, de paso, actualizarla y cruzarla por la raza o la opresión sistémica y continuada. Bajo el paraguas de la Sección Oficial, pero fuera de competición, la versión cinematográfica de la obra cuenta con Óscar Jaenada como protagonista, Ella Kweku, Lidia Nené y un turbio Fernando Tejero fuera de su registro habitual.
«Siempre he sido muy protector con mis textos, con la esencia de mis obras, pero desde el primer minuto David (Martín-Porras) supo captar la esencia de lo que debía ser la adaptación y las sinergias han podido fluir. No me costó dejar la historia en sus manos», explica Clua frente al director sobre un filme en el que, como en la obra de teatro original, lidiamos con dos escenarios: uno en el que un prestigioso fotógrafo es cuestionado por una controvertida foto en la se ve a una niña saltar por los aires tras una explosión, y otro en el que un médico chantajea a una mujer para acostarse con ella.
Metáfora de la violencia
«La guerra, tristemente, nunca va a dejar de ser relevante como uno de los grandes temas humanos. Cuando estrenamos la obra en Chipre o en algunos países de Latinoamérica, venían a mí espectadores a darme las gracias por contar la historia de su país», confiesa Clua antes de que Martín-Porras intervenga: «La coyuntura en la que ve la luz la película es, creo, más incómoda todavía que la de la obra. En Irak, la percepción social del coste era menor, salía más barato por así decirlo el estar en contra de la guerra. Respecto a Ucrania, nadie dice ni pío. Ese silencio dice mucho de las nuevas dependencias. No estamos hablando de sí o no a la guerra, estamos hablando de subidas de precios. Y eso, aunque sea lo realista, es terrible», opina el realizador.
Gracias al referente iconográfico de la infame fotografía de Kevin Carter, esa en la que veíamos a un buitre acechando a un niño en Sudán y que le valió el Nobel, Clua desde el guion y Martín-Porras, sobre todo, alejándose de la obviedad en lo estético, levantan una película en la que se enseña todo, horror incluido: «¿Era necesario ver una violación? Creo firmemente que sí. Y la explicación viene por la propia metáfora del tamaño de la violencia que ello implica para la película. Esa violación es el eco de un bombardeo. Es sometimiento y es sufrimiento. Y ello conecta con la otra tesis del texto, la de los grises y las perspectivas. ¿Quién es víctima? ¿De qué es víctima? ¿Hay víctimas más importantes que otras? Esa es la dualidad en la que nos hemos querido mover», aclara un Martín-Porras que ya está inmerso en hasta tres proyectos de peso allende el Atlántico.
-No en la obra original, pero sí en la película, se ataca la figura del Salvador Blanco, esta especie de tópico sobre la culpa que suele desembocar en análisis del colonialismo...
-G.C.: En la obra original, por contexto, no estaba presente, pero aquí estábamos de acuerdo en que era coherente con la historia que se quería contar y, sobre todo, con ese traslado a África. Era casi una obviedad, como máximo exponente geográfico de esas guerras que no existen.
-D.M.: Somalia está inmersa en una guerra civil ahora mismo y nadie habla de eso.
-G.C.: Cuando llevamos la obra a Chicago, por propio contexto, la obra quedaba atravesada por la raza y el racismo en Estados Unidos, algo que sirvió de inspiración para esta adaptación. Todo se volvía mucho más interesante al integrar la figura del Salvador Blanco. Era una manera de mostrar quién era víctima y quién era verdugo, casi de manera arquetípica, hasta que lo acabamos diluyendo.
-D.M.: Hay una de las historias que es más obvia que la otra, pero sin ese contraste no habría tampoco un punto de apoyo desde el que poder diferenciar esas dinámicas de abuso.
-G.C.: Había algo importante, en esa dualidad, que se vuelve clave en la violación. El tema, tanto de la obra de teatro como de la película, es si es legítimo o no mostrar el horror. La discusión que tienen la periodista y el fotógrafo gira en torno a ello, a la legitimidad de usar una foto de una niña volando por los aires según con qué fines. Y sobre todo si tenemos derecho como seres humanos a mostrar el horror humano y, sobre todo, para qué. Y eso afecta a la ficción, por supuesto, es un debate vivo. ¿Por qué mostramos eso? ¿Por qué lo mostramos de manera tan cruda? Es un debate muy interesante. ¿Por qué es más legítimo el horror desde lo informativo o lo documental que desde la ficción? A mí la ficción me parece un arma mucho más poderosa, porque contra la realidad parecemos inmunes. No tengo la respuesta a ese debate, pero creo que la película aporta otra perspectiva respecto al mismo.