Felipe VI
El viejo republicanismo sectario
El centro de la vida política es el Parlamento, la institución en la que están representadas todas las opciones políticas, donde se elaboran las leyes y se ejerce el control del Gobierno. No hay escaños propiedad de uno u otro partido porque, en esencia del parlamentarismo clásico, todos los diputados representan al conjunto de los españoles. Desde este punto de vista, en la sede de la soberanía nacional no sobra nadie y todos están arropados por la misma legitimidad. En las últimas legislaturas, por la fragmentación del mapa político y la inestabilidad que impedía la formación de un Gobierno, la actividad de la institución ha sido mínima, supeditada a la acción del Ejecutivo, lo que rompe la separación de poderes. La existencia de un frentismo político propiciado por la alianza que ha llevado a Pedro Sánchez a La Moncloa no debería convertir el Parlamento en un campo de batalla estéril.
Ayer se abrió la XIV Legislatura con un discurso del Rey en el que incidió sobre el hecho de que «la esencia del parlamentarismo es el acuerdo; como también lo es el ejercicio del control político por la oposición», en el que «la diversidad de ideas y opiniones va unida al común respeto a nuestros valores constitucionales». De manera demasiado frecuente en la cámara de representantes izquierda y populistas –ahora agrupada desde el PSOE a posiciones extremistas o partidos independentistas– recurren a la deslegitimación del centro derecha en una deformación del juego parlamentario, en el que la oposición ejerce una función de control sobre el Ejecutivo. La radicalización es evidente y sólo hay que observar la ceremonia de ayer para comprobar que hay pactos que están rotos y, sobre todo, el constitucional, con la figura al fondo del Rey. Fue sintomático que los partidos independentistas –ERC, JxCat, Bildu, BN y CUP– compareciesen para decir que Felipe VI «intenta imponer proyectos y valores antidemocráticos» que proceden del franquismo. La acusación es tan grosera y falsa que no requeriría más comentario que el de una típica injuria del nacionalpopulismo. Sin embargo, hay un hecho relevante que va a marcar la legislatura que ayer echó a andar: tres de estos grupos, ERC, Bildu y BN, han permitido la investidura de Sánchez y el futuro de su Gobierno depende de que el partido de Oriol Junqueras apruebe los Presupuestos o le convenga o no seguir dándole apoyo. El Rey recibió una cerrada ovación al finalizar su discurso, pero insuficiente para limpiar los insultos recibidos por los socios de Sánchez, aunque reclamar un gesto del Gobierno es pedir en estos momentos un imposible.
Todo indica que sucesos como el de ayer están marcados en la hoja de ruta de Unidas Podemos e independentistas: situar al Rey en el centro del conflicto político y provocar su desgaste y aislamiento. Además, se cumple la estrategia que desde Moncloa se ha trazado de minimizar la actividad pública del jefe del Estado. Es decir, acrecentar el liderazgo de Sánchez a costa de reducir la agenda de Felipe VI. El acto de ayer no pudo ocultar el hecho de que los partidos que sostienen al Gobierno son abiertamente defensores de un republicanismo excluyente unido a lo peor de nuestra Historia y han puesto en marcha una estrategia que pasa por el cambio de régimen: abrir un nuevo proceso constituyente con un referéndum sobre la Monarquía, en el caso de UP, o forzar procesos de autodeterminación, en el caso de los independentistas, lo que supondría liquidar el «régimen del 78». Lo grave es que se está realizando ante la inacción del Gobierno y una irresponsable dependencia de los votos de estos partidos. «España no puede ser de unos contra otros, debe ser de todos y para todos», dijo el Rey en unas palabras claras y certeras, pero en ellas mismas resonaban que justamente ese era ya el mal que nos invade.
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