El ajedrecista que odiaba Stalin y apreciaban los nazis
Arthur Larrue publica «La diagonal Alekhine», donde novela la biografía del campeón del mundo que derrotó a Capablanca y denunció a sus rivales judíos
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Los pedagogos y otras almas afines subrayan las ventajas educativas del ajedrez en los niños pequeños y las distintas capacidades cognitivas que favorece su práctica. Pero, a luz de ciertos hechos, resulta inevitable albergar ciertas dudas cuando se atiende al número de grandes jugadores con trastornos de personalidad, desequilibrios psíquicos, obsesiones, comportamientos inusuales y un largo de rosario de tachas que han practicado el arte del tablero. Un mito alentado por algunos casos puntuales y agrandado por los libros y el cine, pero que sin duda llevará a recapacitar a más de un padre. Alexánder Alekhine fue uno de esos campeones del mundo de carácter irregular y obstinaciones complejas de desentrañar. El novelista Arthur Larrue, francés afincado en San Petersburgo, el París ruso, recupera a este personaje controvertido en una biografía novelada y se suma al renovado interés por las sesenta y cuatro escaques alentado por la serie «Gambito de dama», basada en la novela Walter Tevis, un autor de biografía sinuosa que cultivó la ciencia-ficción y que ya había visto cómo sus historias se convertían en material cinematográfico de primera: «El buscavidas» (1961), del enorme Robert Rossen, «El color del dinero» (1984), de Martin Scorsese, o «El hombre que venía de las estrellas», que aumentó la popularidad de David Bowie.
Tradición de tablero
Dentro de la literatura existe toda corriente dedicada al ajedrez, desde «La defensa», de Vladimir Nabokov hasta «Novela de ajedrez», de Stefan Zweig, «La torre herida por el rayo», de Fernando Arrabal, «Campos de fuerza», de George Steiner hasta éxito como «El ocho», de Katherine Neville, «En busca de Bobby Fisher», de Fred Waitzin o «La tabla de Flandes», de Arturo Pérez-Reverte. Unas obras, a las que habría que sumar la mirada sobre el tablero de Borges a través unos sonetos, que abordan las complejidades psicológicas que giran alrededor del juego o que recurren a él y al misterio que despierta para componer tramas argumentales.
Larrue toma la senda de la novela para adentrarse en los abismos de un personaje que fue perseguido por Stalin y que trabajó para los nazis y que, por herencia familiar y vivencias aledañas, su padre poseía enormes propiedades en la Rusia imperial, siempre tuvo sentimientos más próximos hacia el zar que hacia la revolución que abría el comunismo. Tildado por muchos como «El sádico del ajedrez» y por otros definido como «más inmoral que Richard Wagner y Jack el destripador», el escritor reconstruye la historia de Alekhine, sin omitir detalles, a través de sus fantasmas, problemas educación, traumas y toda la secuela de heridas psicológicas que arrastra. Fascinado de niño por el ajedrez, horizonte que le abrió un jugador norteamericano, «se convirtió en uno de unos jugadores de simultáneas a ciegas más efectivos de la historia del ajedrez» y en París llegó a «derrotar a cuarenta y cinco adversarios al mismo tiempo». Enseguida ganó fama su agresividad y facilidad para entregarse al ataque, el rasgo más sobresaliente de su táctica y que ha llegado incluso a merecerse el calificativo de «violento», que no es poco.
Larrue se pregunta por un asunto crucial en cualquier ajedrecista: de dónde provenía su talento. La respuesta que encuentra es sencilla, demoledora, explicativa y desencantadora. Alekhine posee la fuerza destructiva y casi arrolladora que perduran en las voluntades sufridoras, abnegadas, pacientes, capaces de inmolase en la tarea de alcanzar su meta sin rendirse ante la adversidad. Para el escritor, el verdadero genio de entonces es Capablanca, al que Alhekine arrebata el título y luego le niega la revancha, algo común entre oponentes, para poder detentarlo él, una decisión personal que delinea con precisión qué clase de alma alberga. Aunque él no fue el único que cedió a esta tentación, sí se las apaño para «excluir sistemáticamente de los torneos a los jugadores demasiado peligrosos para él». Aunque determinación parece consecuente con un hombre ajeno a la ética, más adelante dejará evidentes secuelas en sus conciencia que parecía fraguada de una naturaleza impermeable, capaz de afrontar cualquier circunstancia moral, pero que después resultó no estar hecha de esa materia.
A Alekhine, ruso nacionalizado francés, lo encontramos en esta novela de vuelta de América para enseguida entrar en una particular amistad con unos gerifaltes nazis, al frente de los cuales estaba el inefable Goebbels. El campeón se deja seducir por el Tercer Reich, por la promesa de una escuela alemana y es convencido para que firme todo un opúsculo contra sus adversarios judíos. Este suceso marcaría su posterior destino, cuando Berlín no sea ya más que un campo de ruinas bajo la bandera soviética, y le permite Larrue en una cuestión poca veces tratada: el destino que sufrieron los jugadores judíos durante este periodo y que, a la vez, fueron unos rivales para él nada cómodos. Estas páginas suponen la recuperación de la memoria de estos maestros que acabaron en circunstancias en ocasiones trágicas, como Rubinstein, y que da cuenta de los pasos que siguieron Spielmann o Przepiórka, que fueron perseguidos por los alemanes. Alekhine asoma con todas sus iniquidades y vergüenzas, pero, a la vez, con sus méritos, hasta una claudicación final y una muerte extraña, envuelta en enigmas y preguntas (algunos todavía especulan si fue asesinado), que dejan el retrato de una persona que, a lo largo de su vida, fue una buena pieza.