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Los Leópolis de la Guerra Civil

El conflicto español era duro en la mayor parte del país, pero en otros se intentó seguir con lo que llamamos «la vida cotidiana», algo necesario frente a un desastre y que ahora sucede de forma parecida en sitios de Ucrania
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La Razón

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Se dice que las comparaciones son odiosas, pero resultan muy explicativas, con frecuencia. En esta ocasión las aplicamos a realidades comunes, casi diría antropológicas. Aunque parezca traído por los pelos, la guerra de Ucrania ofrece algunas similitudes con toda guerra, entre ellas la española de 1936-1939. Nos referimos, sobre todo, a lo que viene en denominarse la vida cotidiana, lo cotidiano, el conjunto de hábitos y costumbres que sirven de anclaje a la realidad de cada día, de los cuales no podemos prescindir ni siquiera en la adversidad. En gran medida configuran el yo de cada uno y acaban descubriéndose imprescindibles.
Nuestros pequeños gestos y decisiones nos definen en igual medida que nuestros grandes gestos y decisiones. Cuando estalla un acontecimiento extraordinario, como es un conflicto bélico de alta intensidad, estamos obligados, lo primero, a tomar grandes decisiones con respecto al acontecimiento y nuestra implicación en el mismo. Abandonar y huir, tomar parte activa o resistir de múltiples formas, esas son las opciones. Una de las formas de resistencia quizá menos consciente pero también más efectiva, seguramente, es la de resistir a base de intentar mantener la normalidad quebrantada.
Señalaba un exiliado español de 1939, residente en México, que en los primeros tiempos de su nueva existencia la nostalgia de lo que había sido su cotidianeidad anterior a la guerra, la nostalgia del mundo perdido, impregnaba su quehacer. Pronto elaboró nuevos usos, nuevas formas de relacionarse, de organizar el tiempo libre y de ubicarse en nuevos espacios. Sí, existen similitudes entre todas las guerras y las situaciones que provocan. Vemos que la población de Ucrania se aferra como instrumento de supervivencia a su vida cotidiana, tal como era antes de la invasión rusa. Desde las compras habituales hasta el disfrute con la música; desde la visita al amigo hasta la cola para comprar el pan... su forma de resistencia.
En la Guerra Civil española sucedía lo mismo. Podemos aproximar los parámetros de comparación. Por ejemplo, Madrid, una ciudad asediada, primera línea de frente, como hoy es Kiev. Tras los primeros impactos de desconcierto, pronto los madrileños rehicieron su cotidiano, adecuándose a la realidad terrible de la destrucción bélica y casi mirando hacia otro lado. El miedo cedió el paso a una extraña convivencia con las sacudidas, los cascotes, el olor a pólvora, los cristales rotos y el ruido, el hiriente ruido de la propia guerra. Esto último significó un aprendizaje rápidamente adquirido. Veamos algunos claros e inolvidables ejemplos, no exentos de cierto casticismo.

Los efectos de «La Pava»

Por las mañanas, los madrileños se desayunaban burlando los efectos de «La Pava», el avión alemán que sobrevolaba la ciudad cada mañana de buena hora, todas las mañanas, invariablemente. Las gentes aprendieron a reconocer sus motores, parte del ruido de la guerra. A pesar del ruido, continuaban su desayuno o su quehacer, integrando ese nuevo elemento, esa presencia agresiva, como uno más del paisaje habitual. Lo cotidiano se convirtió en una especie de baluarte de la supervivencia, como ocurre hoy en tantos lugares de Ucrania.
Todas las tardes, invariablemente, desde el cerro de Garabitas, sito en la Casa de Campo, los cañones enfilaban el moderno rascacielos de la Telefónica, para lanzar su carga infernal. A los madrileños les sorprendía paseando por la Gran Vía o haciendo cola en los innumerables cines de aquella avenida. Escuchaban el silbido del obús, intuían dónde iba a caer y se refugiaban en los portales próximos, para rápidamente recuperar su puesto en la cola anterior, en perfecto orden y sin mayores aspavientos. No renunciaban a sus planes; su deseo de ver la sesión de turno –generalmente más dedicada al cine de evasión que a la propaganda comprometida– era prioritario para ellos, superior a los posibles riesgos o peligros que implicara. Fueron casi militantes de lo cotidiano.
En una ciudad no sitiada, como Valencia, la situación era muy favorable, sobre todo cuando llegaron el Gobierno y los aparatos administrativos del Estado, con el consiguiente incremento del gasto en beneficio de la urbe. Podríamos asimilar aquella Valencia a la Leópolis de la actualidad. Los periodistas españoles y extranjeros hablaban del «Levante feliz», comparándolo con los sufrimientos de la capital. Periodistas, todo sea dicho, que permanecieron en Madrid: todas las mañanas, con precisión, «El Heraldo de Madrid», «El Socialista», «La Libertad» o el «Abc» republicano salían puntualmente de máquinas y llegaban a los kioscos. Su funcionamiento y recorrido de distribución apenas sufrió alteraciones. Los periodistas contribuyeron así a mantener la debida cotidianeidad en la ciudad, también bajo el ruido de la guerra.
Periodistas, tenderos, tranviarios, oficinistas, las célebres mujeres de la Telefónica, amas de casa, jubilados... Todos mantuvieron en lo posible su vida cotidiana y, así, colaboraron al mantenimiento de la vida cotidiana común, de cuya mano venía el fortalecimiento del espíritu de resistencia y resiliencia que tanto llamó la atención del mundo en aquellos tiempos difíciles. Los tranvías siempre circularon, incluso en los peores momentos; cada vez en menor número, por los efectos de la destrucción, eso sí. Los soldados iban a la guerra en metro, aprovechando la cercanía de las estaciones a los frentes de la Casa de Campo o la Ciudad Universitaria. Las oficinas de Correos nunca cerraron, ni siquiera el mismo 28 de marzo de 1939, cuando las tropas franquistas entraron en la ciudad.
En los lugares más lejanos de la autoproclamada España nacional, la guerra prácticamente no existió. Desde luego, no se oía: no había ruido de guerra. Pongamos el ejemplo de Santiago de Compostela; una vez pasada la violenta represión de los primeros meses, la guerra era silenciosa y lejana, sin disparos de ningún tipo, ni alarmas nocturnas, ni apenas movimientos de tropa. Allí cualquier ciudadano que no se hubiera comprometido en política o que no tuviera hijos o parientes en edad de movilización, sólo se enteró de la guerra por la prensa. Quizás, incluso, comió mejor y más barato que nunca, ya que el pescado no llegaba a su principal centro de recepción, el mercado madrileño. Las zonas cerealeras de Valladolid, León y Palencia proporcionaban alimento a precios convenientes, porque tampoco su producción llegaba a la capital.
En Barcelona, tras los primeros tiempos de represión y de auge revolucionario, lo cotidiano tendió a predominar hasta la primavera de 1938, cuando se aproximaba el ruido de la guerra. Los barceloneses cenaban o se desayunaban con los dañinos bombardeos de la aviación italiana y, a pesar de todo, seguían sin renunciar a sus planes de cada día, ya fueran domésticos, de ocio o de trabajo. El ruido de la guerra -y existen múltiples testimonios al respecto- llegó a integrarse plenamente en lo cotidiano, como si la guerra fuera más llevadera cuando nosotros adoptamos actitudes próximas a la normalidad necesaria, paradójicamente, para resistir al caos. El pequeño orden de las cosas sirvió entonces, como sirve hoy, para intentar paliar o aliviar el gran desorden, contra el que nos sentimos impotentes. Es entonces cuando los ruidos del cotidiano nos ayudan a contrarrestar o amortiguar el ruido de guerra.
Ángel Bahamonde es catedrático Emérito de Historia Contemporánea en la UCM3