Obligados a ser felices
Alejandro Cencerrado, físico experto en estadística convencido de que la felicidad es algo que puede medirse, lleva más de 16 años evaluando la suya propia para plasmar los resultados en el estudio “En defensa de la infelicidad”. Entre otras cosas pretende desmitificar el concepto y naturalizar la tristeza
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El día 20 de Marzo se celebra el día internacional de la Felicidad (hay días para todo) que conmemora la importancia que tiene esta para nuestro desarrollo y nuestro bienestar como seres humanos. El reino de Bután, embajador de ese Día Internacional de la Felicidad, propuso esta fecha a la ONU y fue su anterior rey, Jigme Singye Wangchuck, quien, en 1974, inventó el concepto de Felicidad Nacional Bruta. Ese FNB, que hoy en día es un indicador internacional, tiene en cuenta nueve puntos: el bienestar psicológico, el uso del tiempo, la vitalidad de la comunidad, la cultura, la salud, la educación, la diversidad medioambiental, el nivel de vida y el Gobierno. Todos los años, Naciones Unidas publica también su Índice Mundial de La Felicidad. En 2021, Finlandia ocupa el primer lugar seguida de Dinamarca y de Suiza. España está en el puesto 27 y cierra la lista Afganistán, en el 149.
Lo que para algunos es la colectivización de una de las aspiraciones fundamentales del ser humano, es para otros una cursilada new age, casi una suerte de capitalismo misterwonderful. Para algunos, una ciencia o, al menos, un fenómeno digno de análisis. Lo cierto es que, el que más y el que menos, sabe (intuye) qué le hace feliz y qué no tanto. Y si hasta los países son felices, cómo no serlo uno. Alejandro Cencerrado, autor del sorprendente e inclasificable “En defensa de la infelicidad”, lleva más de dieciséis años midiendo su felicidad y, en una especie de profecía autocumplida, es analista del Instituto de la Felicidad de Copenhague. Si ese puesto no existiese, lo habrían tenido que inventar para él.
Empezó haciéndolo en calendarios de la Caja de Ahorros de Castilla La Mancha “y apuntaba un numerito al final del día, al principio lo hacía incluso con decimales, que cuantificaba mi felicidad diaria. Era un chaval normal y corriente de dieciocho años, con una autoestima regular, como todos los adolescentes, y con muchos problemas debido a que las discusiones de mis padres me afectaban mucho. Yo me preguntaba cómo podíamos ser infelices, si teníamos una casa, una tele y un coche”. Y un día, mientras hablaba con un amigo, surgió la pregunta: “¿Es mejor vivir poco y ser muy felices o vivir eternamente siendo poco felices?”.
Él lo tenía claro: quería ser feliz. Y prefería serlo aunque fuese durante menos tiempo. Así comenzó a puntuar su felicidad diaria. “De cero a diez, solo con un numerito. Cuando llevaba seis años haciéndolo leí un artículo de National Geographic sobre la psicología positiva en el que escribía un profesor, Carmelo Vázquez, con el que me puse en contacto y le conté lo que estaba haciendo. Él me dijo que faltaba saber qué me había pasado, qué era lo que me había hecho tan feliz o tan desgraciado, porque yo solo cuantificaba mi felicidad pero sin más anotación y pasado un tiempo no recordaba qué era aquello que tanto había influido en mi felicidad”.
Cencerrado es riguroso en esto, poca broma con la felicidad: “Trato de ser muy objetivo. Pienso en la mañana, la tarde y la noche, para no dejarme llevar por lo último que ha ocurrido en el día y que al estar más reciente podría influir en mi balance final”. Si tiene dudas, se pregunta si, considerando cómo se ha sentido, viviría de nuevo un día como este. Si la respuesta es sí, puntúa por encima de 5. Si la respuesta es no, por debajo. Jamás ha puesto un 10 ni tampoco un 0. “Cuando llegas al final del día es muy difícil que cada hora ese día haya sido maravillosa. No sé si un día absolutamente feliz no sería tan agotador que acabaría siendo menos feliz por puro cansancio, pero mis días felices siempre podrían haberlo sido más y también ocurre con los infelices”.
¿Tanta preocupación por ser felices no nos crea la obligación de serlo? ¿Patologizaría eso la tristeza? Cencerrado tiene la impresión de que es consecuencia de la sociedad meritocrática en la que vivimos. “Antes había espacio para lo aleatorio, pero ahora parece que ahora el que está arriba lo está porque lo merece y se lo ha ganado y, por lo tanto, el que no ha triunfado o no lo tiene todo, el que está abajo, lo está también porque se lo merece. Uno de los problemas que creo tenemos como sociedad es que pensamos que ser infeliz es ser un perdedor y no es así. Yo después de tantos años analizando la felicidad, no soy ahora más feliz que cuando empecé, ni tengo la fórmula para serlo. Creo, de hecho, que es un hecho biológico: es necesario estar mal de vez en cuando para progresar”. “Mi interés, en gran parte, con este libro es que dejemos de engañarnos. Que seamos conscientes de que todos tenemos nuestras miserias y que podemos empezar a compartirlas y sentirnos menos solos con ellas”.
Esa es la mala noticia: no hay una fórmula básica para ser felices. ¿Qué buscamos entonces? Alejandro explica que “en la época de nuestros abuelos la felicidad estaba clara donde encontrarla, por sus circunstancias, en lo material: comer, tener cierta seguridad material. Pero hemos aumentado nuestra riqueza, ya hemos erradicado la mayoría de los problemas que hacían infelices a nuestros abuelos, tenemos la vida que ellos habían soñado. Y sin embargo no estamos demasiado bien. Yo creo que por eso es normal que en este momento histórico, que lo tenemos todo pero no somos más felices, empezamos a mirar más en nuestro interior. Por eso nos dejamos influir por la autoayuda, los mensajes positivos, el mindfulness, el budismo. Pero necesitamos una herramienta científica para ver qué funciona y hay que empezar a confiar en ella porque es, de verdad, válida”.
¿Y como sociedad? ¿Qué es lo que hace feliz a una sociedad? “El dinero es crucial”, afirma Cencerrado. “Cuando comparas países pobres y países ricos, el dinero es determinante. Los países ricos son más felices. Así que la felicidad de un país pasa por aumentar su riqueza. Pero luego, una vez alcanzado un nivel de riqueza, comparando entre países ricos, hay factores que no tienen nada que ver y aumentar la riqueza ya no implica un aumento de la felicidad. Por ejemplo, Estados Unidos es mucho más rico que Finlandia pero no es mucho más feliz. Cambian los factores. No sirve de nada que un país rico sea más rico si esa riqueza va solo a unos pocos. Por eso una de las medidas claras a tomar para aumentar la felicidad, pero muy controvertida, es la redistribución de la riqueza. Esto lo hacen muy bien los países nórdicos: la gente más rica paga más impuestos y eso repercute en la gente que tiene menos. Otro muy importante es la confianza entre nosotros. Afecta de muchos modos, de manera directa e indirecta, y aparece siempre como indicativo en todos los análisis que hacemos. Las sociedades más felices son aquellas en las que sus ciudadanos tienen mayor confianza entre ellos”.
Parece que es la calidad de nuestra relación con los demás uno de los factores que más afecta en nuestro estado de felicidad. Pero, paradójicamente, las sociedades nórdicas, educadas en una independencia que a los españoles (tan de calle, tan de amigos, tan de familia) nos resultan difícil de entender, son las más felices. “Una amiga griega” comenta al respecto Cencerrado “con abuelos griegos y abuelos daneses, comenta siempre que cuando llama a sus abuelos griegos estos dedican la llamada a recriminar cuánto hace que no les llama. No disfrutan la llamada. Sus abuelos daneses, sin embargo, dedican la llamada a disfrutarla porque entienden su independencia y respetan ese espacio. No andan esperando la atención de sus hijos y nietos. Es paradójico, pero creo que podemos aprender mucho de ellos”. “En la sociedad actual”, concluye, “a fuerza de evitar el dolor y el sufrimiento, hemos aplanado nuestras vidas. Para ser feliz hay que prescindir de algunas de las cosas que nos hacen felices. Es necesario echar de menos, ser infelices de vez en cuando”.