Stefan Zweig y Viktor Frankl: dos judíos y un destino
Ambos escritores se declararon en reiteradas ocasiones humanistas y pacifistas, pero afrontaron el Holocausto desde su fe de maneras muy diferentes
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Stefan Zweig y Viktor Frankl eran judíos y habían nacido en la Viena segura, sólida y conservadora del emperador Francisco José, en pleno apogeo de la dinastía de los Habsburgo. Ambos se declararon humanistas y pacifistas, y siguen siendo hoy escritores muy populares en todo el mundo. De hecho, sus obras se han reeditado en infinidad de ocasiones y algunas de ellas ocupan todavía con frecuencia, años después de sus sendas muertes, los primeros puestos en las listas de libros más vendidos. A Viktor Frankl le bastó con publicar un solo título, “El hombre en busca de sentido”, para ser venerado por millones de lectores de los cinco continentes y ocupar de modo ininterrumpido, desde hace años, un lugar preeminente en el TOP 100 de Amazon.
Stefan Zweig era veinticuatro años mayor que Frankl, pero ninguno de ellos se libró del terrible padecimiento de las dos guerras mundiales que estallaron durante sus vidas. Pertenecían así a la misma generación insólita sacudida por dos convulsiones volcánicas que les despojaron de sus bienes y casas, relegando su pasado casi al olvido y condenándoles a vagar como despreciables apátridas. Con razón, Zweig se preguntaba al reflexionar sobre su vida a cuál de ellas debía referirse: ¿La de antes de la guerra? ¿De la primera guerra o de la segunda? ¿O tal vez la vida de hoy…? Pero había algo decisivo que distinguía a Zweig de Frankl: la fe en Dios. El autor de “El mundo de ayer” se identificaba así con la inmensa mayoría de sus contemporáneos del nuevo siglo que “ya no creían en el demonio y apenas en Dios”, aseguraba él.
Frankl, en cambio, afrontó las contrariedades sin perder de vista jamás su deber, guiado en todo momento por la providencia de un ser superior hasta el extremo renunciar a su visado en vigor para emigrar a Estados Unidos porque sus padres, ya ancianos, carecían de la documentación adecuada para acompañarle. Su gesto heroico le valió ingresar en el Lager de Auschwitz, donde asimiló el sufrimiento en todas sus modalidades e intensidades, y donde recibió también una soberana lección existencial hasta el punto de manifestar que el sufrimiento deja de serlo cuando encuentra un sentido. A ese sentido trascendente, Frankl lo denominó “metasentido” y, lejos de renegar del mismo, lo consideró primordial en la dimensión espiritual del ser humano.
Pero lo peor de todo no fue su largo y penoso cautiverio, al cual logró sobrevivir porque jamás arrojó la toalla aferrado a su esperanza en Dios, sino su liberación el 27 de abril de 1945. Extenuado físicamente y con alguna que otra secuela psicológica, pasó un tiempo de convalecencia en Múnich, donde se enteró de la muerte de su madre en las cámaras de gas de Birkenau. Para colmo de males, después se confirmó la muerte de su esposa embarazada, forzada a abortar tras su ingreso en Auschwitz. ¿Qué podía hacer entonces un hombre como él sin familia, hogar ni cobijo, sin dinero ni trabajo tampoco y casi sin amigos, pues casi todos ellos habían perecido en los campos de exterminio?
A diferencia de Zweig, él mantuvo siempre viva su fe en Dios. Y así, aun en las horas más difíciles, se sintió observado por un amigo, una esposa, una persona viva o muerta, un dios a quien nunca quiso decepcionar con su comportamiento inadecuado. Guardaba así en el disco duro de su memoria la sigilosa hazaña de un compañero suyo que, al ingresar en el campo, se había ofrecido al Cielo para que su sufrimiento y su muerte liberasen de un doloroso final al ser amado.
Zweig, por su parte, abandonó su Viena del alma en 1934 para refugiarse en Londres, a salvo de los horrores de Hitler que había llegado al poder el año anterior y había prohibido toda su obra. Divorciado de Friderike Maria von Winternitz en 1938, contrajo segundas nupcias con su secretaria Lotte Altmann al año siguiente. Y pese a que ambos obtuvieron la nacionalidad británica, se sintieron allí como “fantasmas” entre la comunidad de refugiados judíos. Viajaron así desencantados a Nueva York en 1940 y volvieron a experimentar ahí la misma soledad y desasosiego que en Londres. Hasta recalar, finalmente, en Petrópolis, la vecina localidad brasileña de Río de Janeiro donde la pareja decidió poner fin a sus vidas con una sobredosis de barbitúricos. Corría el 22 de febrero de 1942 cuando Stefan y Lotte fueron hallados inertes en la cama, ella con su kimono puesto y él con camisa de manga corta y corbata.