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Mel Brooks: contra el odio y las palizas, mucho humor

En las memorias "¡Todo sobre mí!", el genial y controvertido cómico habla de su infancia, de la guerra y de su primer y único amor
Mel Brooks (izquierda) y Gene Wilder, leyendo el guion de «El jovencito Frankenstein»
Mel Brooks (izquierda) y Gene Wilder, leyendo el guion de «El jovencito Frankenstein»Archivo
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Ser un friki del Mel Brooks en el apogeo de su poderío (desde mediados de la década de 1960 hasta finales de los 80) supone abrazar la anarquía en su forma más extrema y mofarse de todos los llamados «estándares» de la comedia. Un subversivo del humor que se subió a lomos de una comicidad delirante y delirada que se servía de la sátira racial, las situaciones inapropiadas, el lenguaje obsceno y escenas inapropiadamente woke para la realidad actual. Ahora, este «loco, loco comediante», con 95 años, publica sus memorias: «¡Todo sobre mí! Mis memorables gestas en el universo mundo del espectáculo» (Libros del Kultrum).
El creador de «Superagente 86» y director de «Los productores», «La loca historia del mundo» o «El jovencito Frankestein» nos invita a conocerle algo mejor. Es el cuarto hijo de Max y Kate Kaminsky, ambos provenientes de familias de emigrantes europeos (polaco-alemanes y ucranianos) que sobrevivieron al rechazo, la miseria y los pogromos zaristas. Su padre trabajaba como operador de muelle y su madre como costurera. El realizador recuerda haber crecido en un apartamento pequeño en un barrio pobre, pero que su familia siempre mantuvo intactos su sentido del humor y su amor por la vida. Cuando él tenía solo dos años, su progenitor falleció de cáncer y su familia comenzó a mudarse frecuentemente hasta que finalmente se establecieron en Williamsburg, un barrio de modestos edificios.
Mel recuerda que en aquel entonces vivía siempre enfadado y que decidió darle la espalda a Dios en represalia por haberse llevado a su padre. Bajito, feucho y no muy fornido, no es de extrañar que pronto sufriera acoso escolar y callejero. Recuerda haber recibido insultos y palizas frecuentes, hasta que descubrió que su gracia podía hacerle ganar puntos frente a los matones. Algo similar le ocurrió a Richard Pryor, coguionista de «Sillas de montar calientes» y primera elección de Brooks como protagonista de la película, si no fuera porque en esa época, el primero no estaba en muy buenas condiciones. Ambos compartieron la misma experiencia de ser niños heridos durante muchos años. En cualquier caso, el verdadero maestro zen del humor fue su tío Joe, quien le descubrió el verdadero secreto de la comedia mientras lo llevaba a ver obras en Broadway: «Así descubrí que mi humor viene de la ira y la discordia. En Williamsburg aprendí a hacerme el gracioso para ahorrarme problemas y palizas».
Decidido a dedicarse al espectáculo comienza a recibir clases con Buddy Rich, considerado uno de los músicos más prestigiosos en el ámbito de la batería jazzística. Tras hacer sus primeros pinitos musicales, con 14 años logró ganar algo de dinero pero pronto se dio cuenta de que con la música nadie se hace rico y, decidió terminar sus estudios universitarios de Psicología. Pero en 1943 el mundo se desangra en la Segunda Guerra Mundial y como muchos otros jóvenes, Brooks es llamado a filas. Durante el examen preliminar, descubrieron que tenía un nivel de inteligencia que excedía al de un recluta común y le empujaron a recibir una formación militar especializada. «¡A mí! Me alistaron como ingeniero de combate cuando hay dos cosas que odio por encima de todo: la ingeniería y pelearme». Sin embargo, la carrera militar de Brooks añadiría una capa de ironía a estas palabras, ya que terminaría convirtiéndose en una pieza sumamente valiosa para su propio batallón de gags. Genio y figura no paró de «tomarse la guerra en broma» como cuando decidió fingir que había sido capturado por las fuerzas enemigas alemanas y terminó detenido por sus propios compañeros o cuando contrarrestó la propaganda de desgaste nazi con imitaciones de Al Jolson ¡y del propio Hitler!
El dictador alemán se convierte en una obsesión para el cómico norteamericano cuando se descubren los campos de concentración. «Solo hay una manera de estar en paz y es ridiculizarlo. Ese ha sido mi objetivo: conseguir que todo el mundo se ría de Adolf Hitler». Brooks regresa a EE.UU y comienza a actuar en la zona de los Catskills, el lugar de peregrinaje de la comunidad judía de la costa Este. Tampoco allí abandonará las parodias del Führer: «La comedia es un medio de desmitificarlo».
Ya entregado al mundo del espectáculo comenzó a trabajar como guionista para Sid Caesar en el programa de televisión «Your Show of shows». Un periodo que el cómico recuerda como la gran pesadilla de su existencia. Era tal la competitividad entre ambos que en una ocasión Brooks escribió un chiste tan bueno que Caesar, en un acto de envidia, lo arrugó y lo tiró a la papelera. Él, en respuesta, esperó a que se fuera, lo recuperó, y lo utilizó en la presentación provocando una inmensa carcajada por parte del público. «Me beneficié de su fama –recuerda–. Nos insultábamos mutuamente todo el tiempo. La sala de los guionistas era como un campo de batalla pero, al final, éramos conscientes de que una buena idea es como la marea alta: hace que todo el mundo se suba al bote».
Y llegó el cine, e intentó poner en práctica lo que Hitchcock le enseñó: elegir el momento oportuno, aplicable al drama, al suspense o a la comedia. Así rodó «The Producers» que aunque se convirtió en un éxito de culto fue prohibida en algunos países como España, debido a su contenido políticamente incorrecto y ofensivo. Durante el rodaje de «Sillas de montar calientes», en una pausa para el almuerzo, vio a Gene Wilder garabateando ideas para una película llamada «El jovencito Frankenstein». «Mi sueño sería que la escribieses conmigo y la dirigieras», a lo que Brooks respondió preguntando cuánto dinero llevaba encima. Cuando Wilder respondió que tenía cincuenta y siete dólares, Brooks le pidió ese dinero como anticipo. Así comenzó esa pequeña locura que triplicó en taquilla el coste de su rodaje.
Pero también hay hueco para amor en la vida de un comediante, especialmente para la segunda y «única» mujer de su vida: Anne Bancroft a quien conoció como estrella invitada en un show televisivo. «Cuando entró al escenario llevaba puesto un impactante vestido blanco. Era muy hermosa, y cantó maravillosamente. Cuando terminó, no me pude contener. Me levanté de un salto y dije: Anne Bancroft, ¡te amo!, a lo que ella respondió qué quién diablos era yo. Soy Mel Brooks. No me conoces –respondí modestamente, a lo que ella replicó–: Te equivocas. ¡Tengo tu disco!». Permanecieron juntos hasta el fallecimiento de Bancroft.
Pasajes de una vida plena y llena de talento de uno de los pocos artistas que ha ganado los cuatro premios principales de EE UU: el Emmy, el Grammy, el Oscar y el Tony. «Dicen que los comediantes tienen una infancia triste y la compensan con las risas y el amor del público. Eso no tiene sentido. Para mí, se trata de continuar el amor que recibí de niño. Yo tuve mucho amor, y no quiero que se detenga ese flujo», resume el propio Brooks. Amén, pues.