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Nuestro ADN cultural sigue siendo barroco

Resulta prácticamente imposible entender quiénes somos sin reparar antes en este deslumbrante periodo histórico
La obra "Niños comiendo uvas y melón", de Murillo
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La Razón
  • Ilia Galán Díez

    Ilia Galán Díez

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No podemos olvidar, porque quien sufre amnesia no sabe quién es y es difícil que pueda dirigir su vida. ¿Qué futuro tenemos si no sabemos lo que nos pasó y fuimos? Lo mismo que sucede con la persona, ocurre también en cierto modo con los pueblos y en España es casi imposible entender quiénes somos sin el Barroco, uno de los periodos históricos más deslumbrantes de nuestra historia y no solo por la literatura, porque el Siglo de Oro nos haga destacar internacionalmente ya desde el renacentista Cervantes. Quevedo, Lope, Góngora, Sor Juana Inés de la Cruz, que como Feijoo o Gracián forjan también la filosofía típica española, bajo formas literarias, son figuras universales, aunque tuvieron que venir alemanes como A.W. Schlegel, Goethe y Schopenhauer o el británico Shelley a redescubrirnos las excelencias de Calderón...
En la imperial España, donde nunca se ponía el sol, porque era también las Dos Sicilias, fulgurante Nápoles, los Países Bajos y América, Filipinas, etc., su mentalidad se desplegó con obras bellísimas y sublimes, que a la vez eran un compendio visual y sonoro de nuestro pensamiento. El Siglo de Oro en las letras, coincidiendo con el Siglo de Oro en política, mutó a un barroco del que todavía nos nutrimos, véanse nuestras procesiones, sobre todo en Semana Santa, los pasos, iglesias o capillas. Basta viajar por nuestras poblaciones para visitar multitud de calles que muestran una España espléndida, pese a la decadencia política. Hay países, como Francia, que perdieron buena parte de su rico patrimonio barroco, debido a la destrucción sistemática desplegada en la Revolución Francesa y en posteriores revueltas.
La Europa protestante y barroca se desarrolló sobre todo en música y artes palaciegas, pues sus prejuicios impidieron o redujeron el esplendor sacro de pinturas o esculturas, herederos de las destrucciones iconoclastas de la Reforma. Iconoclastia próxima a nuestro gobierno en su afán de borrar el pasado. Lo que sobrevivió a los bombardeos del católico sur de Alemania nos muestra también algunos excelentes ejemplos de esta mentalidad en sus artes. Pero es en Italia y en España o Portugal donde vemos más su alcance. Casi en cualquier pueblecito hallamos retablos monumentales... Algunas catedrales nuestras, como Murcia o Santiago (Plaza del Obradoiro), se vistieron con exteriores e interiores barrocos, como en casi todos los templos de Iberoamérica donde, aunque inicialmente llegó algo de tardogótico (México) y obras de estilo renacentista (como la catedral primada de América: Santo Domingo), es el Barroco el que en todas sus manifestaciones se desarrolla fastuoso y funde con estilos indígenas, dando obras de fabuloso esplendor que se leen también en español, pues su iconografía refleja la mentalidad que la concibió, la misma que impregnó las Filipinas.

Sobrio espíritu romántico

Muchas de nuestras mayores glorias nacionales surgieron de ese período y movimiento ya planetario, pues era un universo cultural y político que, desde Asia, pasando por Europa, norte de África, llegaba a las Américas desarrollándose de modo magistral. Velázquez, Valdés Leal, Zurbarán, Ribera –«el Españoleto», tan apreciado en Nápoles y luego en el mundo entero–, como Murillo, ante cuyos cuadros se extasiaba Hans Christian Andersen cuando visitaba nuestro país, después de escribir sus célebres cuentos, para niños y adultos. En escultura contamos con fabulosos escultores como Gregorio Hernández, Montañés, Pedro de Mena... Nuestros palacios reales, tan apreciados por el turismo internacional, como el de Oriente, en Madrid, o los de Aranjuez y La Granja, así como también muchos palacios ducales o de otro tipo en otras regiones, también visitables, lo mismo que la plaza mayor de Salamanca o Madrid, atraen riqueza a nuestros lugares con miles de visitantes.
Sin embargo, basta escuchar los nombres de Vivaldi, Albinoni, Corelli, Purcell, Bach, Haendel, Telemann, Lully, Rameau, para descubrir que faltan grandísimos compositores nacionales en la memoria general, músicos muy valorados por los expertos, apenas representados en nuestros teatros, como José de Nebra, Antonio Soler, Juan de Cabanilles, Sebastián Durón, Juan Hidalgo, Gaspar Sanz... ¿Tendrán que venir de nuevo los extranjeros a descubrírnoslos? Es verdad que nos impregna también el sobrio espíritu románico o renacentista, junto al Barroco, que hereda la compleja tendencia del gótico flamígero o del plateresco, pues ambos extremos penetran nuestro modo de ver la realidad. Dejar de estudiar las Humanidades en los periodos previos al siglo XIX, sin saber de nuestras artes, filosofía o música, es una atrocidad que no se puede permitir ningún gobierno, ni el actual, a no ser que quiera destruir España diluyéndonos en nuevas generaciones incultas, bárbaras. Somos, nos guste o no, muy barrocos, y todavía pensamos con ese mirar desconfiado, crítico, con espejos que mutuamente se reflejan, interpretando no por la línea recta, sino navegando sinuosamente, dudando de lo que nos dicen en la corte, sea de Austrias, sea Borbones o del mismo Sánchez... ¿queremos que nuestros hijos no sepan qué son las meninas o quién fue Velázquez?