Carmen Polo y la mujer española en 1970
Un Congreso Internacional de la Mujer celebrado en Madrid sacó las menos feministas conclusiones
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«Caudillo mío, he tenido una idea genial», dijo Carmen Polo untando mantequilla en la tostada. Los desayunos en El Pardo eran tan aburridos que daban ganas de leer «Los miserables». «¿Por qué no celebramos un encuentro internacional sobre la mujer? Así el mundo verá qué inclusivo es tu régimen», apuntó la Esposísima. Franco alzó muy despacio la mirada desde el café hasta la cara de su mujer. «Esa idea es de Pilar Primo de Rivera, querida», aclaró este, a quien el servicio de inteligencia creado por Carrero Blanco tenía puntualmente informado. «No te preocupes –concluyó la Luz de Trento–. Ya he dejado todo atado y bien atado para ese congreso». «Qué manía le ha dado ahora con la frasecita –pensó la Sra. Polo–. Todo el rato diciendo ‘‘atado y bien atado’’, ta-ta-ta. No hay quien le aguante». Dicho y hecho. El 7 de junio de 1970 se inauguró el Primer Congreso Internacional de la Mujer en el Palacio de Congresos de Madrid. Lo organizó la Sección Femenina del Movimiento, dirigida por Pilar Primo de Rivera, que, vestida de azul oscuro, como siempre, esperaba en la puerta a que llegara el coche oficial con Carmen Polo. En una esquina cercana había un grupo de mujeres con gesto adusto, en silencio, mirando fijamente el acto. No parecían entusiastas del Régimen. En cuanto llegó la Esposísima se pusieron a gritar consignas: «¡Abajo la discriminación! ¡Queremos el divorcio! ¡Aborto legal!». La lluvia de palos peinó las cabezas de aquellas mujeres, que se tiraron al suelo antes de ser detenidas y metidas en un furgón policial.Carmen Polo y Pilar Primo se saludaron con una falsa efusividad. La foto era importante, no en vano esperaban 900 personas de 44 países, y asistían mujeres destacadas como María Moliner, Maria Laffitte, o la ex tenista Lilí Álvarez. «¿De qué vamos a hablar, Pilarín?», preguntó la mujer del Martillo de Herejes. «De todo –respondió la otra– menos de divorcio, aborto y anticonceptivos». Ambas asintieron y entraron en el Palacio de Congresos. Tras las palabras de inauguración, tomó la palabra Juan Vicente Ugarte del Pino, vicerrector de la Universidad Católica de Lima. El peruano sacó unas cuartillas y leyó: era imprescindible que la mujer volviera al hogar, donde se encontraba su libertad. «La hembra moderna ha dejado la casa vacía». No aplaudió nadie. Aquello era muy rancio, incluso para Pilar Primo.
Tomó entonces la palabra Torcuato Fernández Miranda, que había sido tutor del Príncipe Juan Carlos y decidió empatar el encuentro diciendo que «todas las profesiones y todos los horizontes de promoción deben estar abiertos a la mujer». Alguien entre el público voceó: «¿Y la necesidad de la licencia marital?». El foco no llegó lo suficientemente rápido y no se supo quién protestaba por esa discriminación legal que obligaba a las mujeres a presentar un permiso de su marido o de su padre para ciertas actividades. Los rumores llenaron la sala como un día de rebajas en Almacenes Arias. La percha fue utilizada por Luis González Seara, un sociólogo tan ligeramente socialdemócrata, sutilmente opositor y levemente crítico que al Régimen le daba igual... de momento. De hecho, había sido de los suyos hasta que presidió la editora de la revista «Cambio 16». El académico espetó que era obligado acabar con el «paternalismo disfrazado de igualdad» y adecuar la legislación. España vivía en el rídículo, soltó para escándalo de Carmen Polo, que abrió tanto los ojos que hay quien asegura que se cayeron al suelo. Los papeles atribuidos al hombre y a la mujer, dijo González Seara, habían creado generaciones de frustrados. Terminó su reprimenda, amontonó ruidosamente sus papeles y se levantó de la mesa sin recibir aplauso alguno.
Las «chachas»
No se vayan todavía. Aún hay más. Le tocaba a María Ángeles Galino, la primera catedrática española, que ganó su plaza en 1953 y era académica. No se podía ir contra la realidad, dijo. Las mujeres de clase media salían a trabajar porque querían y lo necesitaban, mientras que del hogar se ocupaban las «chachas». El público pensó inmediatamente en Rafaela Aparicio y en Gracita Morales diciendo: «¡Ay, señorito!». Todavía recordaban los estrenos de «¡Cómo está el servicio!», de Mariano Ozores, y de «Las que tienen que servir», de Dibildos.
El baño de realidad les había dejado más fríos que un primer chapuzón en el Cantábrico. Lo remató Josefina Véglison, procuradora en Cortes, diciendo que las mujeres estaban hartas, cansadas de tener que demostrar que estaban a la altura de los hombres. Al acabar la primera jornada del Congreso, Carmen Polo volvió a casa muy seria. «¿Qué tal ha ido la reunión sobre la mujer, querida?», preguntó el Caudillo. «Hoy te haces tú la cena, Paco», contestó enfurecida la Esposísima. «¿Por qué, Carmen? –preguntó el Cruzado–. ¿Has despedido otra vez al servicio?».